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Literatura

Antònia Vicens: «No es que la miseria cultural esté de vuelta, es que nunca se ha ido»

«De muy pequeñita» descubrió que amaba las palabras y que estas «tenían un poder enorme». «Soñaba con ser palabra y poder vivir esta vida casi irreal», recuerda la escritora mallorquina. Y así lo hizo. ‘Quasi un miracle’ es su último libro publicado

Antònia Vicens: "Espero que el lector pueda encontrarse a él mismo, su vida por las calles del libro, las plazas y bares"

Antònia Vicens: "Espero que el lector pueda encontrarse a él mismo, su vida por las calles del libro, las plazas y bares" M. Mielniezuk

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Antònia Vicens: "Espero que el lector pueda encontrarse a él mismo, su vida por las calles del libro, las plazas y bares" Gabi Rodas

Antònia Vicens (Santanyí, 1941) ha publicado todos sus cuentos en Quasi un miracle (La Magrana). De este último libro, del oficio de escribir y de la actualidad, marcada por el odio y la guerra, la novelista y poeta habla con Diario de Mallorca en su casa del Terreno.  

«Vamos a volver al 36», cantan los de Vox. ¿La miseria cultural está de vuelta? 

No es que la miseria cultural esté de vuelta, es que nunca se ha ido. Nunca hemos tenido unos políticos que educaran al pueblo, y no me refiero solo a España. En todo el mundo la derecha está animando a las clases obreras, les hace creer cosas que luego no cumplirán. Porque sabemos que no cumplen, son muy tajantes en todo, van a destruir la cultura de un pueblo, van contra las personas.

El Supremo ha avalado proteger sa Feixina alejándola de su demolición. ¿Siente que la democracia se nos cae a trozos?

A sa Feixina le tendrían que colocar una placa en la que se explicara bien la historia, la verdadera historia, y así la podrían conocer los turistas y la gente joven que se acerca por allí a tomar una cerveza. 

De la extrema derecha a ‘Rates’, cuento que abre ‘Quasi un miracle’, su último libro.

Rates es el cuento del tren de la muerte, en el que está esa obsesión que tengo yo por el bien y el mal, la muerte y la vida, la locura y la cordura. Yo creo que no sabemos exactamente qué es lo que estamos pisando, y en Rates también hay memoria, con la mujer que está en una cama agonizando y hace un repaso, con su conciencia que viaja, de su vida. Ahí está el machismo, que fue del marido a los hijos, y que se repite. Ella soñaba con ser una mujer libre, que nunca pudo serlo. 

¿La literatura le ayuda a ser feliz?

La felicidad es una palabra de esas bonitas… Yo la veo paseándose con la libertad, todos le vamos corriendo detrás, a ver si la cogemos, pero es que no sabemos qué cara tiene, y quizá pasamos por delante y no la cogemos. Creo que la felicidad se nos escapa siempre. Podemos tener aquellos momentos de estar contentos, exaltados, exultados… pero lo que es la felicidad… si la tuviéramos de verdad quizá nos quemaría porque tiene que ser algo muy potente. Yo le he ido detrás, como todo el mundo, pero no me la he encontrado. Y además, si yo ahora me sintiera feliz tendría remordimientos, porque hay tanto dolor y miseria en el mundo… Aquí con los desahucios y el machismo; en Irán con las mujeres; en Afganistán, con las niñas que no pueden ir a la escuela; en Ucrania y en otros países, con la guerra… Sentirse feliz es de un egoísmo muy grande, creo yo. 

¿Tiene algo de milagroso el ejercicio literario?

El milagro es que estás delante de una página en blanco y vienen aquellas palabras a auxiliarte y casi queriendo o sin querer vas dejando ahí trozos de tu vida, de tu memoria, de tu mirada, porque yo creo que se escribe mucho con los ojos, que para mí son la fuente de la escritura. 

¿Cuándo descubrió que amaba las palabras, que creía en ellas?

De muy pequeñita, no sabía leer ni escribir. Hay que remontarse a los años 40, a un pueblo pequeño como el mío [Santanyí], con payeses, marineros y pescadores, sin una biblioteca, sin un libro, sin nada. Yo me recuerdo como una niña salvaje, como un animalito. Los sábados íbamos por el campo, nos subíamos a los árboles, jugábamos a matarnos con pistolas de madera… Escuchando a las mujeres, noté que las palabras tenían un poder enorme, porque ellas gritaban, mucho, y a veces reían, a veces lloraban, y yo pensaba: bueno, si las palabras pueden hacer reír y llorar, deben tener un poder muy grande y yo quiero tener muchas. Y así empecé a coleccionarlas, y luego con las palabras me di cuenta que podía dibujar una ventana en mi oscura habitación y hasta podía andar sobre el mar desde mi cama misma. Cuando pensaba qué quiero ser de mayor, decía: no quiero ser una mujer. Porque a las mujeres yo las veía muy jovencitas, llevaban melena, se casaban, se cortaban la melena, empezaban a tener hijos, allí estaban en casa y luego se morían. Los hombres venían sudados del trabajo, se cambiaban la camisa, se iban al bar y siempre volvían con una copita de más. ¡Tampoco quería ser yo un hombre! Luego veía los animales, y todos eran de carga o de trabajo, las mulas encerradas, los perros atados... Tampoco quiero ser un animal, ¿qué puedo ser? Seré palabra. Yo soñaba con ser palabra y poder vivir esta vida casi irreal. 

¿Qué fue de aquella niña salvaje, la literatura la amansó?

Creo que soy salvaje total. La infancia vive, pervive y está dentro. Yo no la he domado nunca. 

Una mujer salvaje en una isla encementada, sometida a la dictadura hotelera.

Esto ya empezó en los años 50 y principios de los 60. Comenzaron abriendo un hotel o dos de tanto en tanto y de un día para otro empezaron a desaparecer pinos y crecer rápidamente el cemento. Los fines de semana, en aquellos años, ya venían sobre todo alemanes a beber, porque les resultaba más barato coger al avión, dos noches de hotel y hartarse de beber aquí que hacerlo en Alemania. El turismo empezó así, y fue creciendo y creciendo hasta convertirse en una gran bola que no podemos parar. 

Antònia Vicens, escritora, en su casa del Terreno MANU MIELNIEZUK

Hay cuentos en ‘Quasi un miracle’ que rezuman alcoholismo.

Beber era lo más normal, como también lo era que la mujer saliera a la calle a coger a su marido del brazo para que no se cayera mientras llegaba. Eran ambientes de miseria, porque si contextualizamos un poco, no en toda Mallorca, pero sí en la mayoría de los pueblos pequeñitos había cuatro personas ricas, el resto eran pobres, ignorantes y además gente conformada, no se rebelaba, aquello de pobre y honrado. Luego, cuando se dieron cuenta que vendiendo un trocito de tierra al lado del mar que nadie quería, hacían dinero, los mallorquines empezaron a vender como locos. Pero no invirtieron en cultura, porque ni la tenían ni la conocían. Tampoco nadie les educaba, quizá porque había unos políticos que tampoco tenían mucha educación. 

¿Quién ha sido el político que más ha cuidado la cultura?.

No me atrevo a dar un nombre. Desde la izquierda, los de Més lo han intentado pero los demás les han ahogado. 

¿Cómo se consigue atesorar un estilo propio?

Yo no sé si tengo un estilo propio pero cuando quiero escribir algo huyo de la cadencia de los demás y de lo que me puedan aportar. Es decir, que cuando estoy con una página mía no quiero leer nada de nadie, tengo que dejarlo. Para escribir hay que tener voz propia. Eso es lo que he buscado siempre: ser yo misma. Porque si algo puedo aportar, pobre de mí, es ser fiel a mí misma. Cuando escribo, además de las palabras, que las busco mucho, para que tengan un aroma o una música, aunque parezcan espontáneas, con cada cuento o poema escucho una especie de melodía en mi cabeza, y luego ya me olvido de la sintaxis, porque lo que hago es ser fiel a esa música que siento en mi cabeza. Si tuviera que escribir todo correctísimo, ahora una coma, ahora un punto y seguido, esa música se rompería. Es un juego pero me vuelve loca. 

¿Sigue alguna rutina a la hora de sentarse a escribir?

Ninguna. Encontré en la escritura mi única libertad. No tenía otra. Solamente me sentía libre y todavía me siento libre cuando escribo lo que quiero. Ser metódica sería como estar en una oficina. Sí tengo que decir que cuando escribo poesía a veces me levanto por las noches, porque las palabras me despiertan, como si llamaran a una puerta y me dijeran: no has encontrado la palabra adecuada. Así que me levanto y me voy al ordenador, que me va muy bien para la poesía, porque es visual también y me va mejor que el papel. Escribir poesía en ocasiones es como una tortura. 

La muerta siempre nos vigila, está presente, como en sus textos. ¿Cómo le gustaría ser recordada?

Me trae sin cuidado. 

¿A qué recuerdos de su infancia se aferra en los momentos oscuros?

Un recuerdo que me da mucha serenidad es el de Cala Figuera, cuando era niña, que tenía una barquita de remos, y por la noche, en verano, navegaba con la luna dentro de la barca y con todos los reflejos de las estrellitas en el mar. 

¿Es usted lectora de la nueva nobel, Annie Ernaux?

He leído algo suyo, es gran escritora, una mujer coherente, pero es que últimamente leo muy poco, porque tengo los ojos enfermos, glaucoma. Una siempre está contenta de que piensen en las mujeres, pero a mí el Nobel me parece muy político. Yo no les doy mucha importancia a los premios. 

Lo dice alguien que los tiene casi todos: Sant Jordi, medalla Ramon Llull, Premi Nacional de Cultura, Nacional de Poesia, Premi d’Honor de les Lletres Catalanes...

Sí, por eso no les doy importancia. Cuando recogí mi primer premio, Joan Triadú, que me vio salir, dijo: «ah, nosotros esperábamos a un chico, con esta prosa tan vigorosa». 

Tiene una novela que concluir y no hay manera, y de eso hace ya diez años. ¿Qué se le resiste?

Pues que ahora mismo no tengo la pasión de meterme dentro de los personajes. No tengo la energía mental que necesito.

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