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opinión

Fanatismo y decepción

El ayatolá Jomeini murió en 1989, pero la fatwa que lanzó poco antes de desaparecer pidiendo el asesinato del novelista indio Salman Rushdie por haber escrito un libro supuestamente blasfemo contra Alá, Los versos satánicos, acaba de surtir efecto: un fanático de 24 años, admirador del régimen iraní y de la Guardia Revolucionaria, ha herido de gravedad al escritor, que ha consumido su vida en una defensa ardiente y meritoria de la libertad de expresión. La persecución a que lo ha sometido el régimen iraní ha sido despiadada y ha provocado 49 muertes: la del editor japonés de la novela maldita y las de otras 48 personas que han perecido en enfrentamientos causados por la polémica.

La larga y rocambolesca historia de este superviviente heroico formaba ya parte del paisaje literario, a modo de recordatorio de las amenazas que se ciernen sobre la libertad de expresión. Pero ahora hemos visto con horror cómo aquella situación no era una amenaza simbólica: al fin, el fanatismo ha actuado y la víctima se ha debatido entre la vida y la muerte.

En Teherán, ha habido felicitaciones al «héroe» que se ha atrevido a culminar la amenaza, lo que le reportará un premio de más de tres millones de euros (que probablemente no podrá disfrutar porque como mínimo irá a la cárcel de por vida). Y esa es la lección que cabría extraer del caso: la comunidad internacional no solo debe aislar a Irán por sus veleidades nucleares sino porque expande este odio fanatizado y disolvente, de largo recorrido. Y esta no es una llamada a la agresión sino al aislamiento: no se puede negociar con quien niega el derecho del otro a ser quien es.

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