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CINE CRÍTICA | ALCARRÀS

El perfume sereno de una obra maestra

Atrapar el momento, captar la emoción, alcanzar la armonía. Y, de paso, la plenitud cinematográfica. Así es Alcarràs, obra portentosa en la que Carla Simón da un paso más allá a la hora de configurar un imaginario propio que parte de lo íntimo para alcanzar un sentimiento universal.

Si en Estiu 1993 hablaba de la muerte, de la infancia y del sentimiento de orfandad desde un solo punto de vista -el de una niña tras fallecer sus progenitores-, en Alcarràs todo se articula a partir del arraigo a un lugar, a una tierra, a una forma de vida que llega a su fin. Y lo hace partiendo de la coralidad a través del crisol de relaciones que se establecen entre los miembros de una familia que se enfrenta a la pérdida, al desarraigo y al zarandeo involuntario de su propia identidad, de sus raíces y su herencia, cuando tras toda una vida tiene que abandonar la tierra que ha cultivado para que sus legítimos dueños la exploten a través de las placas solares.

Danza mágica

Cada uno de ellos gestionará ese desconcierto de diferentes maneras, mientras la cámara de Simón los sigue durante ese espacio de tiempo que los lleva desde la rabia a la aceptación. Lo hace a través de un complejo sistema de relevos, a través de coreografías internas de una enorme delicadeza expresiva, destiladas hasta la máxima esencia, que nos conducen de unos a otros sin apenas darnos cuenta, casi como si se tratara de una danza mágica entre las distintas generaciones.

El paisaje rural se convierte en un elemento fundamental y se filtra por todos los poros de la cinta. Los espacios abiertos, el sol del verano, el perfume de la cosecha, las hileras de melocotoneros, el calor del mediodía, el sonido del campo. La luz natural lo inunda todo porque en Alcarràs no hay artificios, no hay imposturas, solo néctar, esencia, alma. Pero Simón no mira hacia fuera, sino hacia adentro. No hay ensimismamiento en la belleza del entorno, todo se centra en los conflictos de los personajes, en una épica cotidiana que casi se puede palpar y, sobre todo, sentir.

La cineasta se inscribe así dentro de una nómina de directores capaces de capturar el tiempo y el espacio, el devenir de la vida de una manera transparente. En ese sentido, es fundamental la referencia al Neorrealismo italiano por su capacidad de integrar verdad y emoción humana y de utilizar seres de carne y hueso que rezuman calidez y naturalidad. Porque a Simón no le interesa estar por encima de su historia, sino situarse a ras de suelo para captar los detalles de cada uno de esos personajes que adquieren entidad propia con solo unas pinceladas.

Es Alcarràs un monumento, una cima del cine que aúna riesgo, ambición artística y a la vez una enorme humildad. Habla del pasado sin romantizarlo y de cómo el futuro queda en suspenso lleno de incógnitas. Habla de la lucha diaria, de los pesares y de las pequeñas alegrías. Habla de todo.

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