Diario de Mallorca

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Entrevista
Pablo J. Rico Comisario e historiador del arte

«Cuanto más lejos miramos, más nos encontramos a nosotros mismos»

Con el protagonista de su obra, Rico hace un guiño a Mallorca, donde vivió «uno de los periodos más entusiastas» de su vida profesional

Pablo Rico prevé dar continuidad a su primera novela, que sea una trilogía o un cuarteto. |

Cuarenta años en el mundo del arte, dan para una novela.

Y no para una sola, sino incluso dan para una trilogía o un cuarteto. Y en el fondo es lo que tengo previsto. Esa es la primera de otras, siempre con el mundo del arte como fondo temático. Tengo presente el Cuarteto de Alejandría de Durrell, para mostrar el mundo del arte desde ópticas diferentes, con los mismos personajes.

El nombre del protagonista es Pau, ¿un guiño a Mallorca?

Sí, de hecho, en el tercer capítulo cuento cómo Pablo conoce a una galerista en Eivissa que le sugiere cambiar Pablo por Pau, pero no solamente por la traducción, sino por lo que significa Pau, que es paz, que es espíritu abierto. Yo mismo empecé a ser llamado Pau en Mallorca y todavía hoy en algunos círculos me llaman así y me enorgullece.

El hombre que mira lejos. ¿Para qué mirar lejos?

Pues si entendemos el universo, que se expande como una esfera, en el fondo mirando lejos acabamos viendo nuestra nuca. Cuanto más lejos miramos, más nos encontramos a nosotros mismos.

¿De qué es metáfora esa manera de mirar?

Del arte, de la mirada del arte. Una obra de arte actúa como prótesis de nuestra mirada humana, nos permite ver lo más profundo, lo invisible. Mirando un cuadro vemos más allá de lo que se ve a simple vista. Mirar lejos es una alegoría de la mirada creativa.

Si miramos tan lejos, ¿cómo conjugamos, pues, el carpe diem?

Mi manera de pensar está muy cerca de lo oriental, una filosofía en la que no hay causas y efectos, todo está contenido en el instante, donde el hoy ya es mañana.

Suena a cuántico.

Totalmente. Estoy muy influenciado por la mística y la cuántica. Por ese mundo no tradicional en el que la física va más allá de la mecánica clásica.

Su obra trata sobre el mundo de la edición. Si miramos tan lejos, a lo mejor ya no existen los libros.

Pues a lo mejor por eso me he dado prisa en escribir [Sonríe]. Creo en los libros, me gusta olerlos, me gusta estar a pie de imprenta. Creo en su destino en las bibliotecas, que los guardan para el futuro. En un debate reciente escuché que puede que haya problemas de abastecimiento incluso de papel. Y me aterra, pues amo el papel impreso, quizás suene a romántico, pero lo siento así.

En la trama hay una editora que nadie conoce, un autor que esconde su nombre ¿Los personajes son el misterio?

Pues sí, de hecho, es muy curioso el ocultamiento o pudor o misterio que hay en mis personajes. Nada que ver con lo que ha pasado en el premio Planeta; mi historia está construida con personajes que buscan su identidad. Y además mi novela estaba escrita desde hace un año.

En este libro encontramos escenas en las que hay cierto esoterismo. ¿Cómo conjuga eso con el arte?

Me interesan los artistas a los que se les puede considerar chamanes, como Duchamp, por ejemplo, un artista del que podemos decir que sus actos tienen algo de alquimistas. Otros serían Joseph Beuys, Francisco Toledo o James Lee Byars, de quien visité su lugar de trabajo en Japón. Y es que el arte debe ir más allá de la práctica visual o manual.

¿Qué hay de Pablo en Pau?

Muchas cosas. Es la eterna cuestión de las autorreferencias en una obra de ficción. Pau, el protagonista, ha estado en lugares en los que yo he estado, las descripciones de esos espacios son mías. Incluso algunos personajes son reales y que conocí. Pero otra cosa es la ficción que crea Pau, pues el personaje puede crear su propio entorno. No importa cuánto hay de realidad en un relato, lo importante es cómo el lector lo hace suyo, cómo entiende lo que le cuentas. Como en el arte, en la literatura interesa mover y conmover. Como comisario de exposiciones me interesa reinventar y que el espectador reinvente conmigo. Y ahora como escritor, pues lo mismo. Como dice Duchamp, «los mirones crean su obra», y añado: una vez expuesta, la obra ya no es del autor.

Uno de los personajes viaja a la Feria del libro de Guadalajara (México). ¿Otro guiño al experimento Matria en Oaxaca en el que usted trabajó?

No, son dos cosas diferentes. La feria es un espectáculo de literatura, una fiesta por la que pasan medio millón de personas en dos días. Matria era otra cosa, era un experimento sobre cómo el mundo del arte puede crear belleza a partir de lo cotidiano, en un palacio en ruinas.

Curioso sobrenombre el de ese museo/experimento: Jardín Arterapéutico.

Lo hicimos con esa idea, para establecer un diálogo con la comunidad más cercana, que aportó experiencias. Incluso se montó un huerto jardín y un festival gastronómico en torno a las obras de arte. Matria fue uno de los proyectos más importantes de mi vida, sin duda.

¿Qué hay de ficción en el arte?

Mucho, la ficción está, sobre todo, en el artista que interpreta, más que en el que expone lo que ve. Una obra de arte es una fábula, un modo de crear un mundo distinto al real. Es interesante entender el arte como una forma de incrementar la realidad.

En su novela, un escritor anónimo manda un manuscrito a una editora, que valora el original sin conocer la autoría. ¿Sería esto posible en el mundo del arte, mandar un cuadro sin firmar y que cotizara en el mercado?

No tanto como cotizar, pero sí tenerlo en cuenta, valorarlo. Yo mismo tengo experiencia en ello. He trabajado con artistas grandes y con otros que me han conmovido sin conocerlos. El cubano Kcho, por ejemplo. Quedé fascinado por unas piezas suyas, hechas con humildad cuando era un desconocido de veintidós años. Sin más le propuse una exposición en la Miró y seis meses después ya estaba exponiendo en New York y el MOMA le había comprado obra.

En la portada del libro aparece una recreación libre de un cuadro de Caspar David Fiedrich, Monje frente al mar.

Sí. Y dentro, en el texto, al final de la novela, hay una descripción de ese cuadro que, por cierto, inspiró al mismo Rothko, que hizo diversas variaciones del mismo. También en la película Wall Street hay una imagen en la que Michael Douglas está en la playa en la misma posición que el monje de Fiedrich.

¿No hubiera sido mejor el Caminante en un mar de nubes del mismo autor?

Quizás sí, por lo que tiene de enigmático y de mirada infinita, pero opté por el del monje.

¿Qué recuerdos tiene de su estancia en la isla?

Extraordinarios. Uno de los periodos más entusiastas de mi vida profesional. Conté con un gran equipo de jóvenes que se formaron allí y con ellos convertimos la Fundación Miró en un espacio para la cultura, con conciertos, sesiones de poesía, cine, talleres, actividades diversas. Y más aún, cuando terminé el contrato seguí manteniendo casa en la isla, primero en Palma y luego, y hasta hace tres años, en Sineu.

¿Por qué no prosperó su visión de lo que debía ser la Fundación Miró?

No lo sé. En España, en general, hay una especie de cainismo. Cuando uno termina su contrato, su sucesor intenta hacer lo contrario de lo realizado antes. Digo que será para manifestar su identidad. Eso no pasa en otros lugares, pues en muchos sitios, a los que se van se les nombra asesores de la institución. Aquí no. Con lo cual hace muy difícil la continuidad, el trabajar con vistas al futuro. La historia de las instituciones es como una suma de estratos. Muy geológica.

¿Nos merecemos los mallorquines a Miró?

Todo el mundo se lo merece, Miró es universal. Él quiso esa tierra. Vivió más de veinte años y en Mallorca creó el cuarenta por ciento de su obra. Fue impresionante.

«Pero si en el fondo Miró pinta como mi hijo pequeño». ¿Cuántas veces ha escuchado esta frase?

Muchas. Y alguna vez he amonestado a quien lo ha dicho en mi presencia. Oírlo es castrante. Una alta personalidad, en Palma, justo antes de inaugurar el nuevo edificio de la Fundación lo dijo delante de mí y le contesté, le hice ver que lo que decía era una imprudencia.

¿Cuál es, hoy, el papel que deben jugar los museos?

Proporcionar la relación directa entre artistas y público. No es lo mismo ver una obra de arte a través del ordenador que hacerlo a dos palmos de distancia. Esa distancia corta tiene la capacidad de cambiarnos. Podemos ver imágenes de guerra en televisión o en el cine y luego las olvidaremos, pero si uno contempla Los desastres de la guerra de Goya, entonces las imágenes se quedan grabadas para siempre y eso es lo que puede aportar un museo, ofrecer la obra en directo. Sin olvidar la parte pedagógica y educativa. En Estados Unidos, por las mañanas, los museos están llenos de escolares, pues creen en el valor pedagógico de esos centros.

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