Mi historia de amor con Carrère se resume en un párrafo: hace unos años leí El Reino y me pareció un peñazo y su autor, un agonías. Luego leí Limónov y tuve que admitir que el tipo tenía talento. Una novela rusa me enganchó con la fuerza de un anzuelo de pescar esturiones y el escritor me cayó francamente en gracia. Hace unos meses sucumbí a la maquinaria publicitaria del lanzamiento de Yoga, así que lo compré, me lo llevé a casa y lo devoré. Solo me levanté del sillón para correr a una librería, hacerme con El adversario, leerlo con el corazón en la glotis y enamorarme perdidamente de Emmanuel Carrère.  

¿Es Yoga un manual de yoga? Sí, siempre que tengamos en cuenta que Carrère está incapacitado para hacer cualquier cosa a la manera convencional y que la escritura le sirve para auscultar su propio corazón. Creo que amo a Carrère porque me devuelve una imagen que reconozco: una búsqueda desesperada de bienestar psíquico, un camino azaroso de autodescubrimiento, un descenso al infierno de la depresión, una fe inquebrantable en el amor y la amistad, un impudor que violenta al otro. 

Yoga. Emmanuel Carrère. ANAGRAMA. 336 páginas.

¿Es Yoga una novela? Sí, siempre que asumamos que Carrère no puede distinguir entre literatura y vida, sería como pedirle a Van Gogh que pintara un paisaje a palo seco, sin verter su alma en los pigmentos, absurdo. Yoga es un híbrido de ficción, autobiografía y reportaje que le ha costado más de una disputa con su exmujer, Hélène Devynck, que ha vetado la parte correspondiente a su crisis conyugal y a su traumático divorcio.

Pero Carrère, no se preocupen, ha encontrado de nuevo el amor, tal y como relata en el luminoso final del libro. ¿Dónde? ¿No lo adivinan? Una pista: según Matías Vallés es el lugar del planeta en que acontece todo aquello que tiene relevancia.