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Souvenirs | Tres milenios de recuerdos

Tres milenios de recuerdos.

Los souvenirs han enamorado a viajeros de todas las épocas. La bola de nieve, el llavero o la cerámica para rememorar los lugares visitados no son un invento del turismo de masas. Hay ejemplos con una antigüedad superior a los tres milenios. Ulises salió de Troya llevando en su mano un pequeño caballo de madera, que regaló a Penélope. Un recuerdo del lugar y de su hazaña.

Hernán Cortés se quedó el penacho de Moctezuma para su señor Carlos I. Hoy se conserva en Viena porque el monarca se encontraba en sus posesiones centroeuropeas y hacia allí se remitió. Los españoles llenaron barcos con la plata del Cerro Rico de Potosí. Un recuerdo para financiar las múltiples guerras en las que andaba metido el Imperio. Una parte está en el Museo del Mar de Cartagena.

Thomas Bruce, conde de Elgin, trasladó a principios del siglo XIX más de un tercio del friso del Partenón desde Atenas a Londres. Hoy es una de las piezas estrella del British Museum. Ludwig Borchardt descubrió el busto de Nefertiti en 1912. Le pareció un recuerdo extraordinario. Hoy se exhibe en el Neues Museum de Berlín. La bella egipcia enamoró al arqueólogo. Estos profesionales son grandes acaparadores de souvenirs. Incluso si se obvia a Indiana Jones. Los alemanes se llevaron la puerta de Ishtar, una de las ocho de Babilonia, y hoy se puede ver a pocos metros de Nefertiti, en el Museo de Pérgamo. El nombre obedece a que también exhibe el altar de Pérgamo, trasladado desde esta ciudad griega, hoy turca, por Carl Humann, quien regateó a los otomanos hasta lograr un buen precio. Desde entonces, los vendedores del Gran Bazar de Estambul han mejorado mucho su destreza en el arte del regateo y el timado suele ser el foráneo.

Napoleón fracasó en su expedición a Egipto. Su viaje tuvo alguna compensación: una noche a todo trapo en la exclusiva suite del faraón en la pirámide de Keops. Sin embargo, los británicos se quedaron con el mejor souvenir: la piedra de Rosetta. No es que pujaran más por ella, es que derrotaron a los galos y se la quedaron como botín. Los museos vaticanos cuentan con unos 70.000 recuerdos que los viajeros evangelizadores del Papa han conseguido en los lugares más remotos de la tierra.

El Grand Tour estaba de moda en la segunda mitad del siglo XVII entre las clases pudientes europeas. Se trataba de un viaje por las principales ciudades del continente con meta final en Roma. La ciudad se convirtió «en un hervidero de viajeros, artistas, comerciantes, anticuarios, demandantes de arte y antigüedades», explica Ana María Suárez Huerta en su estudio El Grand Tour, un viaje emprendido con la mirada de Ulises. «Ante este aumento de la demanda, los artistas romanos organizaron una red profesional y semiprofesional de lo que podríamos llamar la primera industria del souvenir. Entre los objetos más demandados destacan las antigüedades, copias de grandes maestros, vistas de ciudades, planos, paisajes, retratos en pintura y escultura, objetos de artes decorativas, dibujos de arquitectura, etc...». Como hoy.

Mallorca también conoció recolectores de souvenirs anteriores a la llegada de los vuelos chárter. Por ejemplo, los pisanos, que en 1114 descubrieron la isla como meca de lo que hoy llamaríamos turismo de aventura. Se llevaron dos columnas de pórfido rojo. Hoy están en el baptisterio de Florencia. Arthur Byne, un historiador que trabajaba para William Randolph Hearst –el Ciudadano Kane– le llevó como recuerdo de la isla el palacio Ayamans de Palma. Los 26.000 dólares que pagó pueden parecer un precio elevado, pero para Hearst eran calderilla.

Los mallorquines también hemos traído algunas cosillas para recordar nuestras andanzas por el mundo. El cardenal Despuig compró mármoles antiguos de Ariccia, aunque en ocasiones le dieron gato por liebre, como a los turistas actuales. Al general Valeriano Weyler le encantó la silla del general rebelde cubano Antonio Maceo y la guardó en la maleta de regreso a su tierra.

Queda probado que existen souvenirs desde hace más de tres mil años. Van desde los más humildes, como el caballo de madera de Ulises, a los más suntuosos, como el altar de Pérgamo. Cautivan a nuestros principales clientes, alemanes y británicos, y a los mallorquines. Queda plenamente justificado estudiar, aunque sea en tono jocoso, los millones de recuerdos que los turistas se han llevado de la isla en los últimos sesenta años. Quizá dentro de unos siglos o milenios se mostrarán en un museo. Aunque sea en el de los horrores.

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