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30 años de su muerte

¿Qué hacemos con Gainsbourg?

El legado del músico convive con la revisión de su figura, misógina y depredadora. ¿Cuánto afecta la calaña del artista al valor de su arte? La respuesta nunca es fácil u La cantante Lio lo definió como el «Weinstein de la música»

Con su hija Charlotte en ‘Lemon Incest’.

Serge Gainsbourg fue tan esencial en la evolución de la música popular francesa como los Beatles en Gran Bretaña y Elvis Presley en EE UU. Se reinventó constantemente, transitando entre géneros como el pop yé-yé, el rock progresivo, el country, los ritmos afrolatinos, el electro y –para bien o para mal– hasta el hip hop. Publicó un disco conceptual, Histoire de Melody Nelson (1971), que reivindicaron figuras como Nick Cave, Jarvis Cocker, REM y Portishead, y que Beck definió como «uno de los más grandes matrimonios entre una banda de rock y una orquesta». Y convirtió su look desastrado, envuelto de volutas de humo de Gitanes y empapado en alcohol, en epítome de lo cool. Cuando murió de un ataque al corazón hace justo tres décadas, un mes antes de cumplir 63 años, fue celebrado como un héroe nacional; el presidente François Mitterrand lo comparó con Apollinaire, y dijo de él que «elevó las canciones a la categoría de arte».

En buena medida, es gracias a la protección otorgada por ese abrumador estatus que la mística en torno a su figura se ha mantenido inmaculada a lo largo de los años a pesar de las constantes controversias que vehicularon su trayectoria profesional y su personaje. Sin embargo, en septiembre pasado, la cantante luso-belga Lio –icono pop en los 80– lo definió como «el Weinstein de la música» y confesó haber sido ella misma víctima de sus abusos; y lo cierto es que el signo de los tiempos parece exigir que el legado de un hombre que una vez proclamó «que se joda la posteridad» sea reexaminado.

Gainsbourg, ejerciendo de dandi y conjuntando traje y Gitanes.

Ciertamente, el que fuera el más célebre de sus escándalos, la tórrida balada Je T’Aime... Moi Non Plus, ya ha perdido buena parte de su veneno; escuchada hoy, su retahíla de jadeos y gemidos orgásmicos suena más cómica que erótica. La escribió en 1967 para Brigitte Bardot, de la que se enamoró perdidamente cuando esta tenía 19 años, y se cuenta que la pareja no dejó de magrearse durante su grabación. Después de que la diva vetara la publicación de la canción –su matrimonio con el playboy Günter Sachs peligraba–, Gainsbourg volvió a grabarla dos años después con la que sería la mujer más importante de su vida, Jane Birkin. Al ver la luz, la melodía fue prohibida en las radios de buena parte del mundo. Alcanzó ventas millonarias.

Su obra está llena de títulos que parecen pedir a gritos calificativos como machista o depravado. Como Les Sucettes, la canción que escribió en 1966 para la joven e ingenua France Gall y que contaba la historia de una niña que acostumbra a chupar piruletas y que disfruta muchísimo siempre que el caramelo derretido fluye por su garganta; o como una de las películas que protagonizó, Slogan (1969), que lo presentaba como un sátiro misógino y que incluía una escena en la que una mujer desnuda es azotada por hombres fornidos mientras elogia las propiedades de un cosmético facial; o, por supuesto, como Lemon Incest, la canción que grabó en 1984 a dúo con su hija Charlotte –que entonces tenía solo 13 años–, y que fue acusada de hacer apología de la pedofilia y el incesto; en el videoclip, ambos aparecían semidesnudos sobre una cama y cantando: «El amor que nunca haremos juntos».

En sus apariciones televisivas, asimismo, Gainsbourg se empleó a fondo para afianzar esa imagen de pervertido. En 1980, en un talk show, toqueteó a Catherine Deneuve mientras ella cantaba una canción; en otro, en 1986, llamó «puta» a la cantante Catherine Ringer justo antes de amenazarla con darle «dos puñetazos en la boca». Y ese mismo año, en otro plató, confesó a Whitney Houston –con otras palabras– que quería tener sexo con ella.

Con su mujer, Jane Birkin.

En su día, todos esos episodios fueron motivo de risas por parte de la intelectualidad. Se consideró que eran parte del mismo plan del cantante para atacar la moralidad burguesa, como cuando en su álbum de 1975 Rock Around the Bunker se tomó a guasa el nazismo o hizo la versión reggae de La Marsellesa (1979), por la que recibió amenazas de muerte. Se asumieron como el comportamiento lógico de alguien que una vez aseguró: «La provocación es mi oxígeno», y de quien se dijo que usaba esa arma a modo de máscara tras la que ocultar su falta de autoestima; al parecer, conquistar a incontables mujeres bellas no le ayudó a superar el trauma que su fealdad le causaba desde que, de adolescente, una prostituta lo había rechazado porque aquellas facciones reptilianas le resultaban repugnantes.

En 2021, en cambio, resulta mucho más difícil mantener las actitudes de Gainsbourg separadas de sus logros artísticos, sobre todo considerando que, como en el caso de tantos artistas a quienes el MeToo ha puesto en el ojo del huracán, su vida siempre permeó su obra. Y por eso, igual que aquellos que sienten un dilema moral a la hora de sentarse hoy día frente a una película de Woody Allen, habrá quienes se pregunten si escuchar Histoire de Melody Nelson sigue siendo apropiado, y cuánto afecta la calaña del artista al valor de su arte. Pasarán muchos años y la pregunta seguirá sin tener respuestas fáciles.

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