La joven detuvo el coche en el exterior de la residencia. Se despojó del cinturón de seguridad y apagó la radio. Desde que cruzó la frontera había sintonizado una emisora de viejos éxitos para huir de los informativos. Rádio Comercial. Notícias, anunciaba al término de cada canción una voz en portugués. Curiosamente, y en contra de lo que podría esperarse de una emisora con tal nombre, la estación apenas daba referencias de lo que acontecía en el mundo más allá de los cinco primeros minutos de las horas en punto. Alma lo agradeció. En las últimas dos semanas, la actualidad sobre la pandemia de Covid-49, la segunda en treinta años, monopolizaba el tiempo en los canales de televisión y el espacio en los diarios digitales. Los periódicos en papel habían desaparecido poco antes de la década de 2040.

Los medios de comunicación machacaban de continuo sobre la enfermedad, y la saturación informativa había acabado con su capacidad para asimilar más titulares, cifras de contagiados y dados de alta y número de fallecidos. Aquellos guarismos fríos ya no le inoculaban ningún sentimiento de angustia. Los números, a días bajaban, a días subían, pero se veía incapaz de procesar por más tiempo la asepsia de los datos.

Bloqueó el vehículo y lo puso a cargar, se ajustó los guantes y la mascarilla y recordó con orgullo la última canción que escuchó antes de apagar la radio, Cuarentrena, un antiguo éxito a ritmo de hip hop que ahora sonaba de forma constante en las emisoras de medio mundo y que los confinados españoles habían convertido en su himno de resistencia durante el estado de alarma. Muy de vez en cuando, se escuchaba una pieza anterior, Resistiré, pero su entonación desde los balcones apenas era coreada por la población más anciana y los jóvenes la desconocían. Asomados a las barandillas, los cincuentones acabaron imponiendo el viejo rap y convertido en leyenda a su autor, un hombre de gran éxito en los negocios, encumbrado estos días por destinar parte de su fortuna a la compra de material sanitario y que coqueteó con el hip hop en su juventud.

El miedo es rutina,

los medios no ayudan.

Quieren encasillarnos,

¡ay la cuarentena!

Hacen lo que quieren,

este virus no perdona.

Estoy hasta los huevos

del control a las personas.

Quédate en casa

y cierra tu tienda,

que desde el sofá

apreciarás las consecuencias.

Ahora nada nos cuentan

porque no interesa.

Tú, sigue las pautas,

alimenta tus defensas.

Estado de emergencia,

difúndelo por WhatsApp.

El día de mañana

vendrán a dar la brasa.

Dirán que es una crisis,

no tienen vergüenza.

Te echaron del trabajo

pa poner un par de máquinas.

(Cuarentrena, Azteka)

La chica entró en el edificio y saludó a la recepcionista con un lacónico boa tarde. Salvo el día que ingresó a su abuelo, las dos mujeres apenas habían intercambiado más que ese par de palabras. Aquel saludo y la forma de mirar de la empleada bastaban para que Alma supiera si el anciano había recuperado un mínimo de lucidez o si, por el contrario, se toparía de nuevo con la dura realidad de sus acostumbrados silencios y la mirada perdida hacia el infinito con que su enfermedad le condenaba al último rincón del olvido. Hoy, los ojos de la trabajadora querían decir esto último. A sus 83 años, la memoria y el habla se habían convertido para el hombre en un privilegio, y, sin embargo, la joven estaba segura de que el anciano conocía de sobra el motivo por el que la sala de recreo donde pasaba muchas mañanas menguaba a diario en el número de residentes. La muerte se encargaba puntualmente de hacer su trabajo con la efectividad de un tornero, sin prisa, metódica, puntual y certera.

Mientras caminaba a su encuentro, Alma se cruzó con el celador de otras veces. Por segunda vez ese día, el empleado acompañaba en un viaje sin retorno el cuerpo sin vida de otra víctima del virus. Hombre y mujer canjearon miradas con la resignación y el semblante de quien acude a un sepelio, en ese ritual inanimado de gestos que hablan en silencio e intercambian por telepatía los habituales "esto es lo que hay" y "qué le vamos a hacer".

Entró en la sala y le adivinó a lo lejos, solo, en su silla de ruedas, conectado a un respirador y cubierto por la misma manta que los bisabuelos de Alma portaban siempre en el coche y que de vez en cuando se acercaba a la nariz para inhalar los momentos irrecuperables que evocaban su infancia. Alma sonrió aliviada al comprobar que los guantes profilácticos cubrían sus manos y que conservaba la mascarilla que le regaló el mes pasado, una FFP25 blanca cruzada por un rayo rojo bordeado de dos tonos distintos de azules.

-"A minha mãe veio-me visitar! A minha mãe veio-me visitar!". "¡Mi madre, ha venido a visitarme mi madre!", -exclamó casi en sollozos al ver a Alma una anciana guapa de cabellos grises.

-"Pero cómo voy a ser tu madre, Fátima", -le sonrió la joven mientras le acariciaba el pelo.

Se despidió de la mujer con un beso en la frente y acudió junto a su abuelo. Como en las tres últimas visitas, el viejo la observó sin reconocerla. A través de los guantes, Alma tomó las manos del hombre y, aunque éste continuaba en silencio, ahora con la vista clavada en el televisor, le pareció que el anciano agradecía el gesto con aparente confort, aliviado por sentir un ademán de cariño, acompañado por aquella muchacha desconocida que, a ratos, durante microsegundos, le resultaba lejanamente familiar oculta bajo la mascarilla.

El cerebro del viejo funcionaba como el mecanismo de una caja fuerte que se activa y desactiva con retardo; se abría a determinadas horas y volvía a cerrarse al cabo de un rato, sin frecuencia establecida, a veces al cabo de treinta minutos, otras, con suerte, una hora después de la apertura, cuando volvía a apagarse para no despertar de nuevo hasta el día siguiente, o dos días después, o cuatro; dos semanas en el peor de los casos. Los lapsos de lucidez cada vez eran menores y más espaciados. Igual que su madre. La cabeza del hombre se asemejaba a una de esas estrellas fugaces que anuncian los medios cuando atraviesan el cielo y no vuelven a aparecer hasta cincuenta años después.

Resignada por haber conducido casi mil kilómetros otra semana más para al final no poder comunicarse con ese anciano al que adoraba, esta vez, de repente, el cometa apareció por sorpresa para iluminar la sala de estar.

-"Alma, cariño".

-"Abuelo...".

En ese momento, un androide de nueva generación se acercó a la pareja portando leche y galletas. Salvo la recepcionista y el celador, los droides nutrían la nómina de empleados de la residencia de ancianos del mismo modo que, desde la anterior pandemia, la del Covid-19, comenzaron a ocupar las plantillas de las fábricas, de las oficinas, de los servicios públicos, de los comercios, de las empresas de jardinería, de algunos sectores del transporte y hasta de la política. De hecho, el Partido Androide logró sentar a dos diputados en el Congreso basándose en un programa económico de austeridad espartana y políticas de igualdad llevadas al extremo. No eran hombres, no eran mujeres, eran máquinas, pilas alcalinas a las que había que cargar en mitad de una intervención en el parlamento y que poco a poco se iban ganando el apoyo de la ciudadanía de carne y hueso a base de populismo. Eran tan fríos como resolutivos, tan faltos de sentimientos como eficaces en la gestión, crueles cuando consideraban que había que serlo y empáticos si creían que un mínimo de humildad beneficiaba a sus intereses.

-"Mira mi nieta, qué guapa", -presumió el viejo.

El androide depositó el almuerzo sobre una bandeja y dio media vuelta sin mostrar un solo rastro de humanidad. A minha mãe veio-me visitar! A minha mãe veio-me visitar!, se entusiasmó al paso de la máquina la anciana guapa de cabellos grises. El robot pasó junto a ella y siguió a lo suyo sin tan siquiera mirarla.

-"¿Otra epidemia?".

-"Sí, abuelo, otra epidemia".

-"Cuéntame, qué está pasando".

La mujer le narró el panorama. Le explicó que un virus con origen en Zambia, la nueva superpotencia mundial, se había propagado por todos los países del nuevo capitalismo africano hasta llegar a la empobrecida Europa, cruzar el Atlántico y llegar a Estados Unidos, donde el Covid-49 estaba aniquilando lo último que quedaba de una nación sumida en la hambruna desde hacía décadas, abandonado a las mafias y a las organizaciones criminales lideradas por Barron Trump, el hijo pequeño del que fuera presidente de los 50 estados norteamericanos. Le contó, además, que en España las cosas se habían torcido mucho y que la capital se había trasladado a Barcelona en cuanto el nuevo coronavirus contemporizó con las regiones que reclamaban la independencia. Miles de empresas ya habían trasladado a Cataluña su domicilio social.

La insurrección estaba liderada por Madrid y a ella se habían sumado Andalucía y Castilla-La Mancha, donde se abanderaba el discurso de "España nos roba" que con tanto acierto había extendido con la misma velocidad que el virus, y en alianza con los androides, el líder de los independentistas madrileños, Ortega-Göering. Los gemelos Leo y Manuel Iglesias Montero pudieron huir justo antes de que los nacionalistas dictaran contra ellos orden de busca y captura por delitos de sedición y traición a la patria. Los hermanos corrieron a refugiarse a Vallecas, el barrio del padre, la aldea ibérica, el último bastión de la antigua Villa y Corte que le quedaba en pie a la Resistencia. En Andalucía, los insurgentes habían atestado las carreteras de barricadas y prohibido el flamenco y otros símbolos españolistas. Pero lo más grave acontecía en La Mancha, donde los rebeldes habían dinamitado los molinos de viento y lanzado a una pira cuanto ejemplar del Quijote rapiñaron de casa en casa.

Tras ponerle al día, el viejo pidió a su nieta que le sintonizara un canal español. Le puso La Octava:

-"Sube el volumen".