Esta sección veraniega comenzó en el estío de 1955 y acaba en el presente. Un salto al vacío de 65 años. ¿Encontramos muchas diferencias entre ambos extremos? Bastantes. ¿Constatamos semejanzas? Más de las que algunos puedan imaginar.

Empecemos por los parecidos razonables. El turismo era una actividad residual en el 55. Pocos pensaban entonces que la isla se iba a volcar en el monocultivo turístico que hoy nos duele. En Mallorca había fábricas de calzado y una actividad agrícola que anclaba sus raíces en formas de explotación ancestrales. Se segaba a mano y se trillaba en las eras. Los extranjeros comenzaban a dejarse caer por la isla, pero la vorágine, el llamado boom de los sesenta aún se estaba cociendo. No olvidemos que Europa aún restañaba sus heridas. Y el régimen de Francisco Franco causaba grima entre quienes habían combatido el nazismo.

En el 2020 (¿y en el 21 y el 22?) el turismo ha vuelto a ser residual. Solo que sesenta y cinco años atrás bastaba una caja de cartón para meter a todos los visitantes. Ahora tenemos una inmensa nave industrial que no hay forma de llenar.

En aquellos años se homenajeaba a la turista un millón o a la dos millones (y hasta Los Stop dedicaban una canción al que con sus prisas por bajar del avión era el visitante 1.999.999). Con la llegada de diez o quince millones anuales desapareció el festejo. Quizás haya que recuperar el ramo de flores y los boleros al pie de la escalerilla del avión. Entonces nos aislaba el franquismo y la escasez. Hoy el dichoso coronavirus.

Un detalle se ha mantenido inalterable. No importaba si uno leía informaciones de 1970, 1980 o 1990. Los hoteleros siempre se quejaban de la falta de turistas o de su baja rentabilidad. Igual que los taxistas. Y los restauradores. Y los vendedores de recuerdos. Quizás este 2020 sea el único en el que les sobran las razones.

Los gobernadores civiles y alcaldes de antaño advertían contra la relajación de costumbres. Los bikinis, los torsos masculinos descubiertos y mucho más el toples les provocaban urticaria. No importaba si era Plácido Álvarez Builla, Juan Massanet o Carlos de Meer. Todos prevenían a los españoles contra los pecados de la carne. Hoy, no. En la actualidad se tiene manga ancha con el tanga y el nudismo. Incluso se autoriza el mal gusto. Las autoridades del presente alertan contra la masificación, el botellón y la falta de mascarillas. Ayer se exigían palmos de vestimenta. Hoy Francina Armengol o Pedro Sánchez ruegan apenas unos centímetros cuadrados de mascarilla.

En el 55 no había rey ni ministros que vacacionaran en Mallorca. La corte gubernamental seguía al Caudillo, terminología de primero de fascismo, hasta la lluviosa y verde Galicia. El consejo de ministros en el Pazo de Meirás y la pesca de enormes piezas a bordo del yate Azor llenaban las páginas de la prensa. A partir de 1975, con el ascenso al trono de Juan Carlos I, la corte se trasladó a la soleada Mallorca y a las cálidas aguas del Mediterráneo. Ya no se capturaban atunes o peces espada. Ahora se luchaba por la Copa del Rey. El lento y vetusto Azor fue reemplazado por los rápidos veleros con los diseños más audaces. Había llegado la modernidad. Las luces se imponían a los grises, igual que la democracia apartó la dictadura.

Con el Rey llegaron a la isla personajes, personajazos y personajillos en busca de unos gramos de notoriedad. Ministros, banqueros, actores. Jefes de Estado, deportistas, cantantes. Empresarios, chicos y chicas de papel couché sin oficio conocido, aventureros. Todos tenían cabida bajo el sol mallorquín. Todos buscaban que les alumbrara, que pasara un fotógrafo y que el ¡ Hola! les reservara un hueco en su monográfico mallorquín de cada verano.

Un día Juan Carlos abdicó. Le sucedió su hijo Felipe VI. Ya nada fue igual. Letizia, al contrario que su suegra Sofía, gusta del frío mar Cantábrico. O de las Seychelles. No es nada mediterránea. Además, al sucesor le falta, dicen, el don de gentes de su padre. La chabacanería, según otros. El mes largo de vacaciones reales se redujo a una tercera parte. El ¡Hola! tuvo que diversificar geográficamente a sus cazadores.

En este verano de Covid, el gris de la incertidumbre se ha vuelto a extender sobre la isla. No tenemos turistas. No tenemos celebridades. O sí, pero se refugian en sus mansiones de tres millones de euros para protegerse de contagios. Quizás todos añoremos los años locos. Los de dos millones de viajeros en un mes en Son Sant Joan. Los de un famoso, famosillo o famosete en cada esquina. Sin embargo, cuando pase la maldita pesadilla, quizás también debamos plantearnos qué cosas no deben ser como antes. Ni como el 55 ni como el 85.

Una visitante con mascarilla, este verano, en una de las terminales de Son Sant Joan. G. Bosch