Sí, lo sé. Hay lagunas en el relato. Aquí se demuestran las dificultades de escribir novelas negras o cuentos de terror. El propio escritor, que es quien me escribe a mí, me pide que intervenga en el sexto capítulo, cuando ya se sabe todo, o casi todo, para esclarecer por qué las acciones de la señora Carlota Sirvent no levantaron sospechas en la investigación y por qué no llegamos hasta el final mucho antes de que la señora Maria Bellpuig denunciara la aparición de la silla de ruedas en el Vergel del Mediterráneo.

Un poco de calma. Las cosas no son tan sencillas. El señor Eduardo Díez tenía los días contados y él mismo había expresado el deseo de morir. Murió, pues, y resulta que la señora Carlota Sirvent, aprovechándose de las circunstancias, disfrutó durante unos meses de una paga que no le correspondía. Por Dios, hay delitos mucho peores. ¿Que la señora Carlota Sirvent fue el agente causante de la muerte del señor Eduardo Díez? No hay duda. ¿Que la víctima habría fallecido de igual forma, y puede que de manera mucho más dolorosa, sin la intervención de su esposa? También.

¿Ustedes tienen conocimiento de cuántos crímenes se archivan sin resolver? ¿De cuántos cadáveres están aún en la morgue a la espera de ser reconocidos? ¿De cuántos desaparecidos se han difuminado en la nada? Pues eso. Por supuesto que tuvimos nuestras dudas, y por eso interrogamos a la señora Carlota Sirvent, y por eso le asignamos un seguimiento que no fue estricto ni radical. Por desgracia, otros crímenes estaban sobre la mesa y no tenemos presupuesto para escuchas telefónicas, ni nada de eso. La seguimos a la residencia de ancianos, por si allí podíamos indagar algo, y preguntamos sobre ella y todos nos dijeron que era una auxiliar modélica y que todos los abuelos, incluso los que morían atragantados, estaban encantados de la vida. Si se hubiera tratado de una sociópata, seguro que habríamos dado con pistas en el asilo.

Una huida improbable

¿Había cosas en su contra? Por supuesto. La huida de una persona en las condiciones en las que estaba el señor Eduardo Díez era del todo improbable. Más aún. Inconcebible. Y la posibilidad que la señora Carla Poch hubiera intervenido en el viaje como ayuda necesaria, como así denunció la señora Carlota Sirvent, se desvanecía por momentos. La sospechosa principal, pues, era ella, pero no teníamos suficientes pruebas y, sobre todo, no había cadáver, que es lo más decisivo en estos casos. Y tuvimos que abandonar las pesquisas sin ni siquiera llegar a saber nada del terreno en el Vergel del Mediterráneo, que eso sí que nos habría ayudado.

Hasta que llamó la señora Maria Bellpuig y nos informó sobre la silla de ruedas y sobre las flores en la silla, y después empezamos a atar cabos y fuimos con una excavadora a la parcela y allí nos encontramos con el señor Eduardo Díez, el pobre, que yacía en el vergel, y luego ya todo se supo, incluso la participación de Tomás, el jardinero, que va a estar unos cuantos meses sin conectarse a Tinder.

En el fondo, sin embargo, subyace una duda. ¿Estamos hablando de una persona sin escrúpulos ni sentimientos, deseosa de ejecutar una venganza sin sentido, cruel y despiadada, o puede que estemos ante alguien que simplemente vio la oportunidad de aprovecharse de la situación, de un hecho que, tarde o temprano, iba a ser ineluctable? Si la señora Carlota Sirvent hubiera pactado con su difunto marido la despedida, ¿no estaríamos ante la posibilidad de un relato común de víctima y verdugo, con ciertas irregularidades administrativas, cierto, pero con el ansia compartida de sacar tajada de algo inevitable?

No me corresponde a mí discernir sobre el asunto. Solo digo que los asuntos deben analizarse con calma y sin dejar cabos sueltos. Me gustaría que Carlota Sirvent me contara un día los pormenores del caso, sus motivaciones, lo que sintió en su interior cuando cometió el crimen, por qué tuvo la necesidad de presentarse de nuevo en el lugar de los hechos, aun a riesgo de ser descubierta. Incluso me gustaría saber si tenía conciencia de la gravedad de sus actos o si actuó como una especie de sacerdotisa, empujada por algún impulso que el resto de los humanos desconocemos.

Bueno, yo acabo aquí mi intervención en el asunto. Y agradezco, al escritor que escribe este relato absurdo, que me haya permitido participar en la resolución del caso, tener la oportunidad de reflexionar sobre el bien y sobre el mal, adentrarme en los oscuros recovecos del alma humana.