Por favor, este aviso es importante. En la pantalla irán apareciendo los nombres. A medida que reconozcan el suyo, les ruego que se aproximen de forma ordenada a la puerta blanca. Al traspasarla, recibirán sus cartas.

Había llegado el momento de las cartas de agua y sal. Un rumor de desconcierto se extendió al recibir aquel papel blanco, ligeramente grisáceo. Como el mundo en el que se internaban. Grises las rocas y la tierra, un mar de mercurio y un cielo de plomo. Las miradas se sumergieron en una paleta en blanco y negro, donde todo parecía más lejano, porque nada apetecía. Los recién llegados deambularon arriba y abajo, y la piel y la sangre y el latido también fueron languideciendo. Unos se sentaron en un bosque de película triste. Unos cuantos encontraron una pequeña plazoleta, hasta el agua de la fuente brotaba sin ganas. Otros en la orilla de un mar melancólico, bajo un sol de dolor de cabeza. Junto a ellos, posadas en el suelo, aquellas cartas que no conseguían leer.

Al principio no dieron importancia a las voces que se aproximaban. Adormecidos, creyeron que eran nuevos habitantes de los grises y que, como ellos, se irían aletargando con sus cartas sin letras. Pero aquel niño no perdía el aliento y se dirigía corriendo a la montaña más alta. También la niña y la mujer de cabellos cortos se encaminaban al mismo punto. Y después estaba esa avioneta gris de la que bajaron 25, todos tan decididos. Todos ellos alcanzaron la cima y recorrieron con la mirada aquel mundo infinito aún sin pintar. Ni siquiera olor tenía. Parecía viejo, pero solo estaba por estrenar. La niña y la mujer abrieron el pañuelo donde habían conseguido recoger todos los pedacitos de carta. Unos olían a miel. Otros a paella. Los repartieron entre los 25 y el niño. Se miraron, sonrieron y ya de cara al mundo lanzaron sus cartas troceadas. Norte, sur, este y oeste.

Despertar los colores

Primero fueron unas finísimas líneas iridiscentes, como la baba de un caracol. Después fue musgo y río y tierra y piedra y frutos y flores. Los trozos de carta despertaron los colores. Ya eran rojo cereza picota los cabellos cortos de la mujer y la niña, ya refulgía la tinta iridiscente de los pulgares del niño. También el aire se pobló de fragancias. Los adormecidos miraron asombrados a su alrededor. Eran los colores de la memoria, pero también eran nuevos. Observaron las cartas, algo pasaba, pero aún tardaron unos segundos en comprender lo que ocurría. Sus cartas, aquellas cartas de agua y sal que no conseguían leer, empezaron a poblarse de letras. Querida madre. Querido padre. Queridos tíos. Querida... Aparecían las sílabas y las palabras y aquellas frases de las que emanaban un sinfín de fragancias compartidas. Y eran aromas que calmaban la nostalgia, porque acompañaban, porque despertaban.

Los que habían elegido el bosque inspiraron con fuerza y sintieron como el frescor de los pinos y la tierra invadía sus pulmones. En la playa, se dejaron mecer por el olor a salitre. Las respiraciones se acompasaron con la brisa. El latido, al latido de la tierra. Despertó el color, despertaron los sonidos y también llegó la música y el baile. El mundo convertido en una inmensa plaza del reencuentro. En aquel lugar, en aquel no tiempo, nada era extraño.

La mujer del violín recorrió los senderos del mundo recién pintado, asegurándose de que no hubiera nadie sin un mensaje por sentir. Donde no hubiera llegado un pedacito de carta, llegaba ella con su melodía. Cuando acabó, se dirigió a su lugar preferido para descansar. Una plazoleta escondida con un banco despintado y una pequeña fuente garabateada. Cada vez que volvía descubría un trazo nuevo, un dibujo, un mensaje. Se acercó y, en un rincón, leyó dos palabras recién pintadas: palabra y silencio. Y entre una y otro, un infinito de significados que se despliega. Incontenible.

Como siempre, la violinista se acercó al tejo que presidía la plaza. Se acurrucó entre sus pliegues. Inspiró con fuerza. Un aire de conífera, madera, hojas y frutos la invadió. Picante y balsámico. Pegó el oído al tronco y pudo oír las voces que habían quedado registradas en su interior, como los surcos de un disco. Todas las lenguas que, en algún momento, en algún lugar, habían sido habladas estaban en su custodia. Todas las cartas, las escritas y las solo lloradas, permanecían allí, en una memoria compartida, en una quietud dulce de resina. Se dejó mecer por el rumor de la humanidad. Los dos mundos -la existencia y la ausencia- permanentemente unidos en aquel silencio henchido de palabras.Salvini se hace ‘selfies’ en la playa de Papeete al día siguiente de perder la inmunidad

El líder ultraderechista Matteo Salvini pasó ayer un día de relax y baños en la playa de Papeete (en Milano Marittima) horas después de conocer que el Senado había aprobado que podía ser juzgado por retrasar el desembarco de migrantes del ‘Open Arms’.