Recientemente, Elena Vallés lanzaba en laspáginas de este diario una serie de reflexiones y de preguntas muy pertinentes a las que vamos a prestar atención: tras la crisis provocada por el Covid-19, ¿qué cultura queremos?, ¿a quién se debería interpelar para repensar el ámbito de la cultura? Abrir la pregunta sobre quién debería ser el sujeto de las políticas culturales, la industria, el creador o la ciudadanía, sin duda da pie a un debate importante. Los ministerios o áreas de cultura tienen el objetivo de velar por que todas y todos podamos acceder a la cultura. El artículo 44 de la Constitución lo pone de forma prístina: "Los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho". La pregunta sobre cómo se facilita este acceso es la que le toca resolver a las políticas culturales y por ello se manifiestan diferentes enfoques. La idea de que hay una cosa llamada cultura a la que debemos acceder, ya nos da a entender que de alguna forma, la cultura no se entiende de forma antropológica, como algo que ya hacemos entre todos y todas, el conjunto de símbolos, imaginarios, palabras, costumbres, que le dan sentido a nuestra vida en común. Así que se sobreentiende que los ciudadanos/as somos sujetos pasivos que tendremos que acceder a la cultura que hacen otros/as. Esto se puede hacer tanto impulsando la creación de instituciones públicas en las que se pueda acceder a la cultura entendida como un derecho, o impulsando el crecimiento de empresas o industrias culturales que producirán cultura, que así se entiende como un recurso productivo. En ambos casos, se entiende que el ciudadano/a común, debe elegir cómo accede a la cultura, o a través de las instituciones públicas, léase bibliotecas, museos, auditorios, etc. o a través del mercado, a través de la compra de libros, discos, o en festivales, cines, plataformas digitales, etc.

Las instituciones públicas llevan años encadenando recortes, despidos, reconversiones, dando bandazos y acusando los cambios de dirección a medida que cambiaba el polo del gobierno de turno. El maltrato institucional a la cultura pública se ha manifestado en forma de redes de corrupción que se han dedicado a desvalijar nuestras instituciones. Cadenas de subcontratación de personal y precarización de sus equipos. Entrada progresiva de intereses privados y espectacularización de la oferta cultural. Como consecuencia de todo esto comprobamos con tristeza una pérdida progresiva de calidad de los contenidos que ofrecen. ¿Debería esta crisis llevarnos a una recuperación del papel de la cultura pública?¿Deberían salir nuestras instituciones fortalecidas? Hay pocos indicios que nos hagan pensar que sí, pero no parece mal lugar para empezar.

Si se considera que que el garante del acceso a la cultura debería ser el mercado, las políticas culturales se ven obligadas a decidir cómo se van a distribuir los recursos: se podrían dar directamente a creadores/as o a empresas que se dedican a empaquetar y distribuir contenidos. Normalmente se decide por esta segunda opción. El neoliberalismo ha introducido en nuestro imaginario la idea del trickle down, del goteo, es decir, que si a los de arriba les va bien, sus beneficios irán cayendo en forma de gotas a los de abajo, que nos caerá algo de su riqueza de esta forma. Por eso, desde esta visión, lo importante sería facilitar y dar ayudas a las empresas, puesto que generarán empleo y riqueza, que se irá filtrando al grueso de la sociedad. En este caso hay un sesgo grande entre el modelo y la realidad, puesto que hemos podido comprobar empíricamente, cuando a las industrias culturales y grandes grupos, en la época de bonanza económica pre-crisis, les iba bien, a los trabajadores de la cultura nos ha ido siempre regular y tirando a mal. Cuando la crisis azotó el país, y a las grandes empresas les empezó a ir peor, a los de abajo nos seguía yendo regular o mal. Rescatar bancos no garantiza que cuando vuelvan a tener beneficios, decidan devolvernos el dinero de nuestros impuestos. Apoyar a la industria cultural no implica que mejoren las condiciones laborales de los pequeños productores y autónomos de la cultura. Ayudar a la industria cultural, en el fondo, es contribuir a mantener cierto statu quo. ¿Sería sensato dejar caer un sistema parasitario que vive a base de explotar a pequeños productores y creadores?¿Es el momento de pinchar definitivamente la burbuja de las industrias culturales como vía de progreso y riqueza? Igual no sería mala idea.

Por su parte muchos de las y los creadores, buscando arrimarse al árbol que diera la mejor sombra, se dejaron embaucar por la melodía de que si se hacían emprendedores e ingresaban en las filas de las industrias creativas, podrían no tan sólo realizar creaciones significativas sino además lucrarse de su actividad. Así la figura del creador y del pequeño empresario, o autónomo de la cultura, se confunden. Es difícil saber qué parte de cada persona es patronal y cuál trabajador. Qué parte de su actividad diaria está destinada a expresar sus ideas o imaginarios de forma creativa y qué parte se dedica a la promoción en redes, a hacer los trimestrales y a intentar colocar las obras en productoras, galerías, editoriales, distribuidoras o en agregadores de contenidos. Esta masa laboral no tiene muy bien quién le represente, puesto que siempre está a medio camino entre ser un pequeño empresario y ser un trabajador precario. La falta de sindicación, de alianza, de tejer redes, hace que sea difícil ver cómo se podría reforzar este proto-sector productivo. Rebajando cotizaciones, facilitando el retraso de pagos y cancelando temporalmente los alquileres de estudios y espacios de trabajo sería una buena forma de empezar. ¿Ayudas directas como están haciendo otras ciudades? Igual sería la forma de garantizar que no se echan a perder una o dos generaciones de creadores de este país.

Por último, están todas esas estructuras de cultura no-pública, que resisten al envite. Formas de asociacionismo, culturas comunitarias, espacios autogestionados, colectivos y agrupaciones que no tienen aspiraciones económicas, espacios de cultura antagonista, o todo eso que llamamos de forma genérica la cultura común, a la que las instituciones en ocasiones reconocen pero, hasta el momento, no han tendido a escuchar ni a entender. Redes de cultura de base que son el sustrato cultural de las ciudades, pero que normalmente incomodan a la cultura pública institucional.

En un mundo ideal, las tomas de decisiones políticas se harían siempre en diálogo con las personas, comunidades o grupos de interés a los que estas decisiones afectan. Para que esto fuera así en el ámbito cultural, lo primero que tendría que pasar es que sus agentes empezaran a organizarse. A articular sus necesidades con las de otros agentes. Transversalizar preocupaciones y malestar para convertirlo en demandas concretas. Salir de la queja para entrar en relación con otros grupos organizados que están haciendo presión para cambiar las cosas: sindicatos de inquilinos, grupos a favor de la renta básica universal, organizaciones de inmigrantes, sindicatos sociales, etc. Sin esta capacidad de organización, sin aprender a convertir el malestar en antagonismo político, lo único que se oye desde la cultura es un pírrico "¿qué hay de lo mío?" Sin implicar al grueso de la ciudadanía en sus demandas la cultura parece que sólo afecta a quienes pretenden vivir de ella. La debacle se aproxima, en la cubierta del Titanic algunos músicos siguen tocando su vieja melodía, otros se han mezclado con el resto de la gente y están aprendiendo a construir balsas. A ver quién llega más lejos.

* Investigador y docente