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Análisis

Sopor y gloria

Con las películas semi/seudoautobiográficas me ocurre lo mismo que con la metaliteratura. ¿Para qué mirarse el ombligo, encerrarse en el corral propio, cuando el campo es inmenso? Hay millones de buenas historias todavía por contar. Almodóvar quería quería su 8 ½ y aquí lo tiene. Con seis Goyas, dos nominaciones al Oscar y dos premios en Cannes en el zurrón a día de hoy. Enhorabuena. Repito, enhorabuena. Pero incluso aceptando su querencia autobiográfica, me quedo con La ley del deseo. O, por cutre que sea, con Laberinto de pasiones.

Abriendo el zoom, esta última edición de los premios al mejor cine español es un regreso a la estufa catalítica. El año pasado Campeones y El reino trajeron viento fresco. Este año volvemos a la Guerra Civil más seria, a dramas rurales o personales también muy graves que solo movilizan al sector más más veterano de la audiencia, no a los millenials o generaciones posteriores. La mejor película iberoamericana, La odisea de los giles si tiene esa esquiva chispa. Echo en falta filmes que arriesguen y/o tengan sustancia a la vez, como Parásitos, La vida de Adèle, Ida, por no hablar de El hijo de Saúl. El Farhadi que rodó en España el año pasado (Todos lo saben) no tiene la misma fuerza que su Nader y Simin o El viajante. ¿Por qué? Intuyo aversión al riesgo de los productores, comprensible en parte por la incertidumbre, la volatilidad del público español. Menos me preocupa la cantera de actrices y actores. Aunque no sale un Bardem, un Banderas o una Ángela Molina cada día, la televisión mantiene la caldera en constante ebullición y el trasvase de una pantalla a otra nunca ha sido traumático.

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