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A Tiro

La sociedad mercantilista exige consumidores, no lectores

Dos alumnas del IES Son Pacs sostienen un libro. g. bosch

El problema principal de la escasez de lectores -en la lengua que sea- se resume en el siguiente enunciado: el capitalismo extremo, la sociedad mercantilista y tecnológica en la que vivimos, exige consumidores, no lectores.

Las personas de generaciones con 40, 50, 60 años o más, si echan la vista atrás y evocan su época de instituto, constatarán que tampoco era tan común que sus compañeros devoraran libros. Siempre había dos o tres estudiantes, quizá alguno más, que tuviera hábito lector, pero el resto no demostraba especial interés en sumergirse en las páginas de una novela. ¿Qué es lo que ha cambiado, entonces? Un detalle nada baladí que entronca con principios éticos. La lectura gozaba de prestigio. No de prestigio económico, sino de prestigio ético, tenía un componente de compromiso con el progreso social y educativo. Se confiaba en ella como ascensor social. Leer era intrínseco a los estados democráticos que aspiraban a mejorar el bienestar de los ciudadanos. El relato era ése.

En los años ochenta, quienes no habían podido estudiar, nutrían sus casas de colecciones de clásicos universales (tomos en piel verde o marrón, habitualmente con traducciones infumables) y se suscribían al recién extinto Círculo de Lectores, una red social tejida por la literatura hasta que Planeta traicionó el espíritu fundador de la empresa y los catálogos empezaron a vaciarse de libros para llenarse de cosméticos y productos para el hogar. Todo con el fin de mejorar la cuenta de resultados. De buscar lectores se pasó a tocar las puertas desesperadamente para localizar consumidores. Era la época del milagro español, con Rato y Aznar a la cabeza.

A estas alturas, después de cientos de campañas de lectura fracasadas y con el mito del milagro desmontado, quizá no hay que hablar de métodos o estrategias para captar lectores, sino profundizar en por qué leer ha perdido prestigio.

Los programas educativos obligatorios se detienen en la primera etapa del aprendizaje de la lectura. Es decir, proporcionan el conocimiento del alfabeto y las reglas gramaticales básicas que permiten descifrar un texto. Pero no se va más allá. La lectura profunda, aquella que nos revela nuestras propias experiencias esenciales y nuestros temores más secretos, la que revela la esencia de la humanidad (Sánchez Piñol declaró ayer a este diario que la función superior de la narrativa no es hacer al hombre bueno sino humano), la que afila la inteligencia y ayuda a saber interpretar debajo de las apariencias y las mentiras postmodernas, la que protege de la manipulación y la fake new, no se está enseñando ni incentivando en ninguna parte. Sencillamente, está desapareciendo.

El tema es que el problema de la enseñanza de la lectura se inserta en otro dilema mayor: el de los valores de la sociedad en que vivimos. Valores que alientan lo fácil, lo rápido y lo superficial. El clic impulsivo, con la consecuente aplicación del algoritmo, la falta de reflexión, la emoción, la inmediatez. Valores que no alientan lo difícil, lo lento, lo profundo, lo que requiere el arte de leer.

Somos una sociedad mercantil, capitalista, que necesita para seguir existiendo consumidores y no lectores. La lectura inteligente y detenida estimula la imaginación y la curiosidad además de conferir un espíritu crítico al que la practica. Por eso, la lectura puede hacer que nos neguemos a consumir ciegamente.

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