"Mi vida ha sido una montaña rusa", confiesa Ángeles Carpio ante un auditorio formado por más de un millar de estudiantes. Esta salmantina de 48 años estuvo ayer en Palma para explicar su experiencia en el congreso Lo que de verdad importa, una iniciativa que tiene como objetivo transmitir a los jóvenes valores como la solidaridad, la superación o el emprendimiento. Además de Carpio también intervinieron en esta cita Lary León, gerente de Atresmedia; y Jaime Garrastazu, cofundador de Pompeii Brand.

La historia de Ángeles Carpio es la de un giro de 180 grados que la llevó de Londres a Tanzania. Estudió Empresariales, se formó y vivió en varios países de Europa, y terminó consiguiendo lo que ella creía que era su sueño: trabajar en la City de Londres. "Pensaba que el dinero era lo que de verdad importaba", recordó. Trabajó durante 17 años en finanzas, tenía un buen puesto y una casa bonita, pero sentía que le faltaba algo: "Siempre he querido ayudar. Mi familia y los valores que me han transmitido han sido mis pilares". Sufría por la indiferencia, la falta de ética y de respeto. Se preguntaba: "¿Dónde está mi lugar?" La respuesta llegó durante un viaje solidario que la llevó a escalar el Kilimanjaro. "No sé si fue por la falta de oxígeno", bromeó Carpio, "pero allí hice un click y pensé que ese era mi lugar".

Ha pasado una década desde ese momento. Ángeles Carpio está casada con Mibaku, un guerrero masái y tiene una hija, Ndoye María: "Ella es el motor de mi vida ahora y con ella he aprendido lo que es la crueldad y la maldad humana, he visto cómo se rechaza a la gente por tener una discapacidad". Ndoye se quemó cuando tenía solo dos años de edad y perdió una mano. Fue abandonada y el destino quiso que se cruzara en el camino de Ángeles y Mibaku.

Ángeles Carpio es ahora la masái blanca. Ha creado la Fundación Carpio Pérez, en honor a sus padres, y ha cambiado la vida de cientos de viudas masái y sus hijos, las personas más vulnerables de esa cultura: "La mujer en África no vale nada. Las masái no tienen derecho a poseer nada y cuando quedan viudas, la herencia es para la familia de sus maridos". Su esposo, hijo de una viuda masái lo sabe bien. Las niñas son casadas a los doce años y se les practica la ablación genital: "A partir de ahí su vida se acaba. Solo podrán dedicarse a servir al hombre y a tener hijos". Ángeles destaca la solidaridad de esas mujeres desposeídas que no dudan en ayudar a la que más lo necesita entre ellas, a la más pobre o a la más anciana.

Es por esto que intentan darles algún bien, una cabra o un burro, un punto de partida para salir adelante y algo más que eso, les dan voz y voto para que puedan cambiar las injusticias de la tribu.