En la redacción temías que te encargaran dos tareas, hablar con Camilo José Cela o con Aina Moll. La misma voz ronca, la erudición irrefutable, el pálpito de enfrentarte a una institución, la certeza de que un traspié en la pronunciación, el léxico o la sintaxis recibiría medidas punitivas en el idioma correspondiente.
La menorquina Aina Moll fue una mujer imponente. El peso nulo de la Mallorca actual en la política extranjera impide comparar la labor crucial desarrollada durante los primeros ocho años de la Generalitat de Jordi Pujol, también nacido en 1930. La filóloga independizó al catalán con una maestría quirúrgica que envidiarán los encarcelados por embarcarse en la fantasía de la independencia política.
Moll hija, tan civilmente educada como Moll padre, fue más radical que Puigdemont. Agudizó la inmersión y la normalización, términos que no solo fueron adoptados en Mallorca por el PP de Cañellas, sino abrazados sin rechistar por los populares catalanes antes de redescubrir el franquismo.
Dos mallorquines, Guillem Vidal y Aina Moll, impartieron la lengua y la justicia en la Cataluña pujolista. No es descabellado afirmar que la filóloga salvó al idioma, al igualar su presencia al de otras lenguas igualmernte anticuadas. Hace dos años, el prestigioso escritor irlandés Colm Tóibín le rendía tributo en The Guardian por esa labor, comparándola con el entreguismo de su país natal al inglés.
Tóibín concluía que Moll había logrado que los políticos españoles fueran hoy incapaces de desplazarse a los pueblos de la Cataluña profunda, que no los entendía ni verbalmente. Admitamos la hipérbole pero, sin esta mujer agigantada a la talla de las Moliner o Zambrano, los medios audiovisuales y escritos barceloneses no reunirían una audiencia abrumadora en catalán. Desarrolló la energía silenciosa que un día caracterizó a sus dos islas.
