Jordi Maranges se define como "una persona un tanto pirada y neurótica" que se interesa por el mundo en el que vive y que cree en la cultura "como vehículo con el que transformar ciertas cosas". A los 18 años, hace dos décadas, se agarró a la música, y ahí encontró su universo. Irrumpió con El Diablo en el Ojo, una banda de rock oscuro con la que grabó dos elepés y actuó en dos ocasiones en el FIB, entre otros festivales indies; se divirtió con El Piano Ardiendo, mezclando a Jacques Brel, Tino Casal y el cabaré berlinés; y, ya en solitario, fue levantando un cancionero íntimo, siempre sorprendente. Ayer se le pudo escuchar en la Fiesta del Flexas y hoy estará en Artdemossa.

"Era malo en los estudios, malo en la vida práctica, con una alta tendencia a la evasión... La música era una especie de reducto subversivo en el que vomitar todo lo que no me atrevía a decir en la vida real". En la época del grunge, entre guitarras, testosterona, drogas y cierta rebeldía naïf, se asomó Maranges. "Fue a los 23 cuando mis ideas cristalizaron en algo interesante", apunta. Provenía de una típica familia de clase media, de pequeños empresarios, "de emprendedores con pocos vínculos con la cultura pero con un alta estima por el trabajo". En su casa se escuchaban los éxitos de la radio y algún cantautor que le gustaba a su madre . "Mi rollo con la música se convirtió en una especie de espacio de libertad y ensoñación en el que podía expresarme libremente, aunque siempre en secreto. Era un niño aterrorizado, extremadamente inseguro que escuchaba a Madonna o Whitney Houston a todo volumen, en su cuarto, cuando nadie le miraba. Después llegó el rock, pero ese paso no vino de forma natural pues yo seguía anclado en los nuevos románticos y las reinonas del pop. Mi querencia por el rock tiene que ver con una especie de ejercicio de mimetismo con los otros chicos, de reafirmación de mi masculinidad (en un momento en que ser gay o afeminado era realmente complicado), además el grunge tenía ese elemento de dar voz a los marginados, a los nerds de la clase. Me incorporé a filas con el fin de escurrir el bulto y verlas venir", confiesa.

El Diablo en el Ojo fue su bautismo musical, su universidad sonora. Con ese grupo, del que recuerdo un emotivo concierto en el desaparecido cine Rialto, supo que "podía ser sexy encima del escenario" y también que "una banda es muy difícil de gestionar pero que cuando se lleva bien puede ser una experiencia genial". Con ese grupo descubrió cómo hacer canciones, cantar bien, aprender de sus compañeros, "aunque todo esto lo he sabido mucho tiempo después", añade. "En aquel tiempo seguía estando mal por dentro, eso generó una especie de desdoblamiento entre mi imagen proyectada y mi yo íntimo. No era sincero y tampoco sabía comunicarme con los demás. Mi recuerdo de aquellos años es agridulce pero tuve unos compañeros muy talentosos con los que grabé dos discos geniales".

Mallorca le resultaba agobiante, la isla le "ahogaba" y se largó a Barcelona. Allí pasaría algunos de sus mejores años, experimentando con el teatro, el cabaré, lo queer. "Hay mucha confusión en relación al cabaré. ¿Es un género teatral, musical?, ¿es una actitud vital? Me interesé por el cabaré a través de la música de Kurt Weill y la obra de Bertold Brecht que obviamente está impregnada de política. El cabaré que se consume habitualmente es una versión light y despolitizada del que surgió en Zurich con los dadaístas y prosiguió en Berlín con Brecht/Weill. No me interesa el cabaret made in Hollywood. Prefiero el que asume riesgos, el que se moja. Ahora mismo el cabaré no puede ser como hace 80 años. El cabaré es una actitud un tanto punk, que cuestiona todo y es toca pelotas. A partir de ahí hazlo como quieras".

Cuando Barcelona dejó de interesarle, cuando "todo empezó a ser rutinario y la ciudad cada vez más invisible", voló a Berlín, donde vivió una temporada, para luego regresar a Mallorca. Hoy, tras mucho tiempo y esfuerzos centrados en hablar de su experiencia vital, su cancionero ahonda en hablar de temas que nos atañen como sociedad pero siempre desde su propia experiencia. "Es difícil -reconoce- porque pertenezco a esa generación hiper consumista, centrada en el yo, individualista a tope que durante mucho tiempo ha demonizado los discursos políticos dentro de la música pop. ¡Los 80 fueron muy tóxicos en esto! Ahora mismo estoy presentando una canción que habla de los entornos laborales precarios, de la mezquindad de las personas que emergen en esos entornos (por conseguir un puesto de encargado o sencillamente salvar el culo a base de peloteo o hablar mal de los otros), se llama No Me Gusta Trabajar (NMGT). También me interesa hablar de ciertas prácticas sexuales no normativas (como el cruising o el BDSM) que planteen nuevas formas de relacionarnos con el sexo y cuestionen el heteropatriarcado", apunta un músico que se declara fan de Mina, Scott Walker y Juan Gabriel, y al que le gusta asumir riesgos. Ahora mismo está entregado a los sintetizadores y los ritmos electrónicos, a la experimentación, como si fuera un work in progress. Un "reto apasionante" que hoy se podrá degustar en Valldemossa, en la Nit de l'Art de la Part Forana.