Lo privado es esencial y lo público complementario. Poco importa dónde estuviéramos cuando Tejero entró en el Congreso, o cuando el primer avión impactó contra las Torres Gemelas, frente a la tarde que escuchamos por primera vez un LP de Leonard Cohen, leímos a un poeta que ya no hemos dejado nunca de leer, o conocimos -o perdimos- a una mujer sin nombre o a otra con nombre (o ambas cosas a la vez). Poco importa quien presidiera el gobierno el día que nacieron nuestros hijos, o quien lo presidirá cuando muramos, o cualquiera de los dos frente a un pasaje de La Odisea, la mirada de Marcel Proust, o los Pensamientos de Pascal. Pero he escrito escuchar a Cohen y he dicho leer a un poeta y en su caso son la misma cosa.

Mientras escribo suena en el ordenador Songs of love and hate -que es mi disco preferido- y la dicción de Cohen es la de un poeta y la de un profeta no sólo por lo que dice, sino por cómo lo dice: todas las sílabas de cada palabra son celebradas como sólo se celebra una ceremonia que renueva el misterio. Un misterio profundo como la poesía, como la vida misma, o como el amor. "La poesía -dijo Cohen al recoger el Premio Príncipe de Asturias- viene de un lugar que nadie controla, que nadie conquista". También dijo que Lorca le había dado el salvoconducto para encontrar una voz propia, para situar su yo, "un yo nunca del todo terminado" -añadió- "que lucha por su existencia". Pero no hay poesía sin maduración y ahí Leonard Cohen comprendió que junto con esa voz ya suya venía un manual de instrucciones de uso. Básicamente, este manual decía: "no lamentarse nunca y cuando queramos expresar la derrota que a todos nos ataca, que sea dentro de los estrictos límites de la dignidad y la belleza".

Desde ese lugar donde reinan la dignidad y la belleza es desde donde Cohen nos ha acompañado mientras también nosotros buscábamos una voz y construíamos un yo nunca acabado del todo. Desde ese lugar hemos entendido el mundo y nos hemos entendido a nosotros mismos, mientras su voz nos unía a Oriente y a Occidente, a lo sagrado y a lo profano, a la Antigüedad y a lo más moderno, allá por los 70, y a lo que es eterno y no ha de cambiar nunca por mucho que todo cambie. Él ha sido la voz del dolor y de la tristeza pero también la voz de la plenitud, la meditación y el reconocimiento: ahí donde suene Cohen, estamos en casa. Una casa construida sobre el Libro de Los Proverbios y El Eclesiastés, pero también sobre metáforas mediterráneas y otras con paisajes de invierno y Suzanne vive junto al río y Jesús siempre camina sobre las aguas y la famosa gabardina azul y en el amor nunca sabemos decir adiós.

Este verano murió Marianne Ilhen -escribí sobre ella en estas páginas- y fue una premonición de esta otra muerte. Aquella chica rubia que nos mira envuelta en una toalla blanca desde la fotografía de Songs from a room, era la mujer que vivió con él en Hydra, la mujer que le pasaba los poemas en una Olivetti mientras al otro lado de la ventana bailaban olivos y cipreses hasta el fin del amor. La mujer, en fin, que fue su mujer, aunque vivieran cincuenta años separados. Y Leonard Cohen se despidió escribiéndole: "pienso que te veré muy pronto". No han pasado ni cuatro meses de eso. Ahora ya están en el mismo sitio y lo peor de todo sería que su música, a partir de hoy, suene a testamento.