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Crítica de teatro

Historia del arte

El teatro es, en buena medida, artesanía, oficio y conocimiento y dominio de las claves: ritmos, contenidos, ingredientes, que hacen que una función resulte atractiva para el público. Por supuesto, esto no siempre funciona. Sí cuando (es el caso de La velocidad del otoño) se dispone de un equipo de probada profesionalidad encabezado por Magüi Mira, un actor tan sólido y experimentado como Juanjo Artero y una dama de los escenarios (me quito respetuosamente el sombrero) como la grandísima Lola Herrera.

La pieza de Eric Coble, versionada por Bernabé Rico, es, esencialmente, en mi opinión, artificio. Eso que, en el argot dramático, se llama (o se llamaba antes) carpintería.

Una propuesta interesante de partida, y con moraleja importante (la madre sitiada en su casa por los vástagos que la quieren llevar a una residencia; el derecho de los mayores a decidir sobre su vida), que se va desarrollando con una trama de libro: los apuntes de cierto humor para relajar la tensión, el relato del episodio trágico para emocionar al espectador, la inserción de lo mágico (consecuente en el texto original, desconcertante en la representación española).

Que la pintura desempeñe un papel significativo en la historia le añade un toque de sofisticación, remarcado por la efectiva escenografía y la iluminación de José Manuel Guerra.

Todo esto funciona, y bastante bien (regreso al principio de este comentario), por el excelente elenco que se ha hecho cargo de esta puesta en escena. Y sobre todo, por ese prodigio que se llama Lola Herrera. El sábado, nos pusimos en pie. Por ella, sobre todo.

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