Si toma la decisión, muy recomendable, de abordar la lectura de El aldeano de París (1926), será conveniente que le reserve tiempo. No por su extensión sino porque este texto del gran poeta francés (1897-1982) debe ser degustado a tragos cortos. De lo contrario, la mayor parte de esta radiografía del París de la Modernidad se le escurrirá hacia las alcantarillas. No en vano Walter Benjamin, a quien pocos tienen por deficiente, confesaba: "Nunca pude leer, por la noche en mi cama, más de dos o tres páginas seguidas, porque el ritmo de mi corazón se aceleraba tanto que debía apartar el libro de mis manos". Como Benjamin, que reconoce en El aldeano de París el impulso matricial de su Libro de los pasajes, Aragon tiene un fascinante modo de discurrir basado en la lógica de los símbolos. Y al revestir su mirada de la falsa condición de aldeano la despeja de telarañas y transforma en clave de bóveda hasta el más humilde de los elementos urbanos.