Foto de Pierre Belhassen, "El viejo y las aves"

Ella siempre estaba allí, lloviera, nevara, incluso cuando soplaba el viento del norte que obligaba a ponerse gorro y guantes y nos escupía de las calles del frío, incluso entonces, ella permanecía impasible, sentada en su silla plegable, rodeada de palomas.

Asistía a clase de teatro en el Method Studio. Salía en la parada de Holborn y, necesariamente, tenía que doblar por su esquina. Nunca hablé con ella, sólo la observaba al pasar en silencio un día tras otro y luego, al regresar a casa, volvía a pasar por delante suya y dejaba a sus pies un café con leche caliente. No hablaba, apenas gesticulaba, sólo se movía para alimentarlas a ellas. Parecían una prolongación de su propio ser. Las palomas la acompañaban en aquella soledad callejera y ella las cuidaba como si fueran sus hijas. Probablemente aquellas palomas fueran su única familia porque una abuelita como ella sólo podía ser huérfana. Iba tapada con varias capas como las abuelas de los pueblos que llevan medias, leotardos y también calcetines. Llevaba un pañuelo y un gorro oscuro de lana, y varias chaquetas viejas, una encima de la otra. A su lado, un carrito de la compra con sus pocas pertenencias, algunos víveres y bolsas de plástico con toda clase de cachivaches.

Londres era entonces una de las ciudades europeas con más personas sin hogar.

Me gustaba callejear por las noches cuando no había tantos turistas y los camiones de basura recorrían las grandes avenidas. Además siempre he tenido problemas para dormir lo cual me convierte en un ave nocturna.

Descubrí que la gente que duerme en la calle detesta los albergues. La calle es muy dura pero te da cierta libertad y estoy cansado de seguir las normas de los albergues, me confesó un muchacho mientras apuraba una botella de vino que olía más a whisky que a otra cosa. Desde su saco de dormir me contó que tenía una relación pésima con su familia y que había dejado el pueblo para probar suerte en la gran ciudad pero no había encontrado trabajo. Esa noche dormiría en aquella esquina, entre Oxford Street y Tottenham Court Road. Nos despedimos deseándonos suerte, y me adentré en el corazón del Soho.

Un hombre de cara hinchada, también metido en un saco, alargó el brazo para pedirme un cigarro. Me detuve a dárselo. Le pregunté que por qué no iba al albergue a pasar la noche. Tiritaba de frío. Me dijo que odiaba el olor amargo de los albergues. El olor a suciedad, a orín, a comida recalentada, y a vomitera. Y que cuando estaba en la calle miraba al cielo, de alguna forma olvidaba que él también formaba parte de todo eso. Conversamos un rato mientras fumamos un cigarrillo. El humo del cigarro se mezclaba con el vaho del frío y parecíamos dos chimeneas. Había pertenecido a una buena familia, de hecho llegó a ser un hombre importante. Me preguntó qué hacía allí escuchando sus penas. Le respondí que me gustaban las historias y que la suya era muy interesante. Su mujer lo había abandonado, ese fue el principio de su declive. Era su gran amor y no superó la ruptura. No recordaba cómo lo fue perdiendo todo progresivamente, hasta perder su propia casa. Ya no quería salvarse, sólo dejarse ir, y mejor hacerlo al aire libre aunque el frío le calara los huesos. ¿A quién le importan ya estos huesos?

Respondí que aun podía encontrar a alguien que le quisiera, que el amor no tiene edad pero él creía que ya era demasiado tarde.

Regresé a casa cabizbaja, me hubiera gustado poder ayudarlos a todos. No sé cómo logré conciliar el sueño con todas esas historias en la cabeza. Por la mañana compuse una canción dedicada a los héroes de la calle y la titulé la dama de las palomas. Fue una de la primeras y pensé que era bastante mala. El estribillo decía algo así:

–Vive como paloma, la dama de las palomas, ojalá pudiera volar.

Ahí tenéis la canción, por si alguien quiere escucharla.

(https://youtu.be/SWimpIpOd4o)