Hoy tengo un día Plath. La casa y los niños me han robado toda la energía. Estoy leyendo los diarios completos de Sylvia Plath, recientemente editados por Alba editorial. Una edición más que recomendable por su hermoso acabado y porque, en definitiva, es la edición más completa que existe actualmente; contiene dos de los cuadernos que Ted Hughes, viudo y albacea de la escritora, sellara hasta 2013.

Cuando leo a Sylvia Plath (Boston 1932) no puedo evitar sentirme muy cerca de ella y de su universo. Probablemente nos pase a todas las mujeres que tratamos de conciliar la vida familiar con cualquier tipo de arte. A pesar de la indiscutible distancia espacio-temporal, sus palabras suenan cercanas, como si nos las susurrara una amiga al oído.

Sylvia Plath describe al dedillo los colores, los peinados, el papel de las paredes de su época, y lo combina con los sentimientos más ocultos de su alma. A través de sus textos nos muestra la profundidad de lo banal y la ligereza de lo más profundo.

Perdió a su padre, biólogo y profesor de la Universidad de Boston, a los ocho años y a los once empezó a escribir su diario. Se licenció con honores en el Smith College en 1955 y obtuvo una beca para estudiar en Cambridge. Allí, en una fiesta, conoció al también escritor Ted Hughes.

Fue víctima de un tiempo en el que la presión social era insoportable y que de la mujer se esperaba que fuera conciliadora y obediente, cualquier cosa menos profunda o crítica, lo que ella era rotundamente.

Sylvia se pregunta; “(...) Ay, Dios, ¿qué será de mí? ¿Adónde me llevará la mezcla caótica de lo que he heredado, lo que me rodea y los estímulos que recibo? (…)”

Contrajo matrimonio con Hughes sólo seis meses después de conocerle. A veces me pregunto si en estos casi sesenta años de distancia han cambiado mucho las cosas.

Sylvia nos cuenta en su diario que si tuviera que resumir su filosofía escogería la siguiente frase; “El temperamento es destino”. Y concluye que; “(…) Lo único que tengo que hacer para estar bien es no perder el juicio, ni el sentido de la proporción, ni el sentido del humor filosófico.”

Pero a pesar de su brillante inteligencia probablemente lo perdiera, me refiero al sentido del humor y en parte también el juicio. Sylvia se obsesiona con la masculinidad y con el tener una familia, tal vez condicionada por la temprana pérdida de su padre, en una época en la que no tenerla era síntoma de rareza. Considera la masculinidad “el medio ideal en el que vivir” y no se conforma con entregarse a medias “(…) debo entregar mis pensamientos, mi espíritu, mis sueños (…)”. Una mezcla letal entre idealización y romanticismo.

Sylvia Plath descubrió con gran dolor que su marido la engañaba, y se suicidó en su apartamento de Londres, tras haber dado el desayuno a sus dos hijos, Frida y Nicholás, el 11 de febrero de 1963.