La justicia es una adolescente enamorada: en el fondo dudas de la legitimidad sus sentencias. Valtonyc ha sido condenado por inventar, elucubrar, abstraer, sublimar, fantasear, que es la obligación del artista. Nada han importado sus antecedentes, aunque no existan: la única arma que ha empuñado es la que lleva tatuada en su antebrazo. No hay acciones terroristas previas, no ha existido violencia comprobable anterior que anuncie un inevitable atentado posterior. Es como si yo escribo en mi Twitter “Viva ETA”. ¿Qué significa? Nada. ¿Qué dice de mí? Nada. ¿Es relevante para ubicarme como defensor y practicante de la violencia, el terrorismo o la injuria? No.

Teoría y práctica deben coincidir para condenar a cualquiera, y eso lo saben hasta los fontaneros. Pero un supraestamento con ningún pie en la realidad ha sentenciado que lanzar puñetazos al aire tiene validez para dictaminar. Son los que pretenden convertir nuestra sociedad en dibujos animados. Acabarán prohibiendo la penetración por invasiva y habrá que follar por wi-fi. Valtonyc solo es un mal artista: se ha limitado a repetir sin innovar los dogmas que incluye cualquier disco de rock punkarra grabado entre 1981 y 1993, recogidos después en el hip hop más cazurro.

El deber del arte es poner incandescente, primero al autor y luego al receptor. Valtonyc se vino arriba y se ciscó en el rey, y ante ello solo hay dos posturas posibles: palmas si se comulga o botón de “Siguiente canción” si no. Una bravata no es una amenaza, clases para la Audiencia Nacional ya sobre lo que es un farol. Ante todo este asunto el humor popular dirá que el delito está en atacar a la Familia Real en vez de pertenecer a ella. La discusión no es sobre la libertad de expresión, sino sobre la libertad de sentido común, y puto punto.