Hoy lunes cierra el “village” de sa Faixina, y surge ineludible preguntarse si en la capital del archipiélago encaja un evento de nombre tan tontorrón y concepción tan clasista. ¿Necesita Palma un village? Sí, porque si queremos tener una sociedad urbanita hay que aceptar los peajes de la modernidad, que hasta nueva jerarquía son el esnobismo y la artificiosidad. Dos términos en absoluto peyorativos: Truman Capote y Marilyn Monroe eran esnobs y artificiosos, el error es querer convencer de que lo son follapijas, hijos-de sin bagaje o señoronas antiguas, herederas y ociosas.

El problema del village es uno: todos los figurantes cobran por su paseíllo, y el presupuesto ha dado para lo que ha dado. La solución es evidente: nada de dinero público para reforestar la Tramuntana quemada y todo para traer a famosos de peso específico, empezando por Bob Esponja. Hay que ser populista, Warhol lo sabía bien. Con una buena nómina famosil podría llevarse a cabo el ritual más deleznable inventado y promocionado por los medios audioviosuales: hacer el bobo porque se ha visto a un famoso.

No lo digo yo, lo dijo Enrique Loewe, el del emporio de su apellido: “El glamour lo da la cultura”. Nuestra crisis nacional viene de pensar que las únicas culturas son la televisiva y la de las revistas (del corazón para muchos, del bajo vientre para muchos más). Las sociedades avanzadas recompensan la auténtica erudición, y en la cita pedante que sí viene a cuento cabe decir que esto ya lo afirmó Leibniz en el siglo XVII.

¿Necesita Palma un village como este? No, porque a excepción de Mario Vaquerizo, lo han poblado VIPs de cuarta categoría. Entre la sofisticación y la adulación palurda del poder adquisitivo median un par de océanos, y ahí está uno de los pocos aciertos de este año: el recinto era más amable y acogedor, al haber prescindido de los clichés de ostentación que eran las casetas de Audi, de joyería o los simuladores de regatas, y haber incluido marcas consolidadas y más democráticas como Garito o Bar Bosch. Otras dos cositas buenas: las crónicas de Carmen Rigalt, como siempre (muy verídica la última, titulada “De tontolabas y celebrities”), y la sesión de los Watermelon DJs, siempre tan efectivos como la posición del misionero.