Cancelar la libertad de expresión

Álex Sàlmon

Álex Sàlmon

Cancelar parece una moda que se aplica a la cultura y a la sociedad sin ningún tipo de rubor. Quien la defiende lo hace sin tapujos, sin vergüenza, y eso es preocupante. Todo comenzó hace unos años en Estados Unidos con la cancel culture, según cita Gonzalo Torné en su libro La cancelación y sus enemigos (Anagrama) basándose en un artículo de Azahara Palomeque publicado hace más de un año en la revista Contexto y Acción (Ctxt). Pudo nacer en «el seno de las redes sociales entre colectivos desfavorecidos y se utilizó para denunciar el racismo», pero a lo largo del tiempo ha motivado una onda expansiva que arrasa cualquier opinión que sea contraria a lo que piensa aquel que activa la denuncia.

De la cancelación se han apropiado todos. Así lo explica Carmen Domingo en su interesante libro #CANCELADO El nuevo Macartismo (Círculo de Tiza). Aquello que podía tener un sentido a principios de 2022 se ha convertido en una bufonada a partir de las preguntas que formula la propia Domingo en la contraportada. ¿Es Lolita una obra maestra de la literatura o prohibimos a Navokov por pedófilo? O una mejor: ¿debe censurarse una atracción de Blancanieves en un parque temático porque recibe un beso no consensuado del príncipe? Si a todo ello le añadimos la moda del pensamiento woke, que persigue estar despierto ante las injusticias –eso es muy noble– pero utilizando en exceso la identidad de clase, olvidando el propio acto injusto, observamos un escenario donde se ve cancelada la libertad de expresión, de creación, de pensamiento. Y eso para la literatura es peligroso.

Lo políticamente correcto va por patios. Nos pasaba de niños. Mejor que estén de acuerdo que no ser el rarito de la clase. Pues, miren, mejor ser el raro. Las mejores obras de la literatura han salido de creadores díscolos. Aunque, ¿quién puede atreverse a calificar algo así? Piensen lo que les dé la gana.

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