CARTAS
Literatura entre amigos | La luz de un hombre cáustico y nervioso
La Correspondencia escogida es una de las mejores obras en español sobre el filósofo Arthur Schopenhauer
Lorenzo Luengo
Casi tanto como de Isaac Newton o de Albert Einstein puede decirse que hubo un universo antes de Arthur Schopenhauer y otro después de Arthur Schopenhauer. Con la aparición de su obra mayor, El mundo como voluntad y representación (ignorada, por cierto, hasta 30 años después de su publicación), el cosmos ordenado y permeado de cordura imaginado por Platón, que había presidido toda la filosofía, dejaba ver una inclinación más bien psicopática, cruel e irresponsable, «la de un diablo que se deleita en la visión del dolor de las criaturas a las que ha abocado a la existencia». Schopenhauer encontró en las primeras traducciones latinas del Upanisad una asombrosa confirmación de su modelo cosmológico (no se habría sorprendido menos de haber podido leer en los gnósticos sobre esa divinidad a la que Jorge Luis Borges consideraba «menguada o cansada, puesta a improvisar este mundo con material impuro»). Estudió los fragmentos presocráticos, a los sensualistas franceses y el empirismo inglés. No obstante, todo pudo empezar en el encuentro fortuito con una anciana ciega que, «recién nacida, fue llevada a su bautizo, cogió frío y se le helaron los ojos», y en la frase que el pequeño Schopenhauer (12 años) anotó en su diario: «¡Qué caro tuvo que pagar el placer de ser cristiana!» (maravillosa prueba de madurez en el uso del sustantivo: antes que el gastado e inofensivo precio, prefirió placer, tan travieso como despiadado).
Podríamos tomar esta frase y encerrarla en un prisma y no tardaríamos en ver, sirviéndonos de estas cartas, que toda la luz que empapa una existencia (Gdansk, 1788-Fráncfort, 1860) es del mismo color cárdeno que la arrojada por ese primerizo cristal. Johanna Schopenhauer, la madre aún atractiva y amante de las artes –y una mujer interesante, aún joven, que habría resultado encantadora a cualquier hombre excepto a su propio hijo–, recibe esa luz cada vez más a regañadientes y acaba por refractarla. Adele, la hermana poco agraciada, no puede evitar reaccionar a ella (salvo por ese largo lapso en que la luz toma una curva) como hacia todo cuanto la toca: dejándose querer (que en ella es casi un modo de morir). Johann Wolfgang von Goethe, que se nos aparece como un caballero simpático y un dechado de paciencia, la sortea una y otra vez, sin perder la compostura. La luz de este hombre cáustico y nervioso, feroz y «con cara de mono deteriorado» (otra frase de Borges), ilumina crudamente pequeñas habitaciones de alquiler, viejos salones de Weimar y Dresde, se vuelve menos sombría al acariciar a amantes (la corista Caroline Medon) y discípulos predilectos, alumbra manuscritos, golpea a editores y a corresponsales presuntamente amigos. También se detiene en los elogios a Baltasar Gracián y en el deseo insistente pero incumplido de encontrarse con otra luz no menos cárdena: lord Byron.
Muchas cosas convierten esta correspondencia en una de las mejores obras en español sobre Schopenhauer, pero señalo dos: la labor de su traductor, Luis Fernando Moreno Claros, y la recreación –entre lámparas, espejos y tortuosos despachos académicos– de un mundo perdido o que tal vez (si nos atenemos a las conclusiones, bastante plausibles, de Parerga y paralipómena) nunca llegó a ser, salvo para las máscaras de un aterrador modelo óptico, de una solitaria voluntad que construyó ese mundo y el nuestro, y también a nosotros, como una mera alucinación.
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