POESÍA

Poetas de ayer y de siempre: Espeleología mítica

París, un poema, de Hope Mirrlees, se adelantó dos años a La tierra baldía, de Eliot, en la exploración de la fragmentada psique moderna

Hope Mirrlees.

Hope Mirrlees. / WIKIPEDIA

Luis Muñiz

Hope Mirrlees escribió su poema París en la primavera de 1919. Lo publicó Hogarth Press, la editorial de Virginia y Leonard Woolf, en 1920, dos años antes de que Eliot diera a conocer La tierra baldía en el primer número (octubre de 1922) de la revista The Criterion, de la que era director. Mirrlees (1887-1978) nunca pudo confirmar que Eliot hubiera leído su poema –aunque es probable, dado que los Woolf, amigos de él más que de ella, lo imprimieron–, pero la semejanza temática y compositiva que guardan las dos obras y el hecho de que una mujer se anticipara a un hombre en el empleo de la técnica de yuxtaposición de imágenes y citas como estrategia de escritura –el método moderno por antonomasia– han permitido a la crítica feminista reivindicar la psicogeografía de Mirrlees como la «joya perdida» del Modernism y disponerla al lado no ya de La tierra baldía, sino también del Ulises de Joyce y –se me ocurre– el Manhattan Transfer de Dos Passos. (El descenso «a los infiernos» del metro parisino la convierte asimismo en ancestro del Metropolitano de Carlos Barral.)

Debe admirarse la intuición y la audacia de Mirrlees al experimentar como lo hizo sin más precedentes que Apaolinaire

Debe admirarse la intuición y la audacia de Mirrlees al experimentar como lo hizo sin más precedentes destacables que Zona y los caligramas de Apollinaire y, por lo que toca a los juegos tipográficos, además, el Mallarmé de Un coup de dés. Pero haber puesto en práctica primero el método no es lo mismo que sacarle todo el provecho, o sacarle un mejor –o idéntico– provecho. Incluso aunque París se adelantara a La tierra baldía en el afloramiento del sustrato mítico que esconde toda gran urbe, la ciudad alienante y pecaminosa que ve Eliot no se parece en nada a la que Mirrlees registra y celebra por su naturaleza multirracial y multicultural y su talante más permisivo (lo que, para una lesbiana, no debía de ser poco importante entonces). Pero es que, además, hay en su poema una fascinación por la novedad que asoma a las calles en la forma de anuncios, nombres de grandes almacenes, placas conmemorativas, estaciones de metro, incluso de básculas públicas para pesarse, que es imposible encontrar en el oscuro Londres que pinta Eliot, para quien lo moderno, el presente, es mucho menos interesante –y mucho más peligroso– que lo clásico, el pasado. Con todo, la atracción de Mirrlees por la exposición capitalista no está nunca exenta de crítica –a veces muy mordaz, cuando se descubre la sutileza–; y no se encuentran en París rastros de la devoción maquinista que desprenden otros productos de la época (futuristas, ultraístas, creacionistas), sino una tentativa, y bien seria, de hurgar en la fragmentada psique moderna.

HOPE MIRRLEES. París, un poema. Traducción de María Isabel Porcel García. Cátedra, 148 páginas, 12,50 €.

HOPE MIRRLEES. París, un poema. Traducción de María Isabel Porcel García. Cátedra, 148 páginas, 12,50 €. / Luis Muñiz

París se traduce ahora por primera vez al castellano en edición crítica de María Isabel Porcel García, que hace una encendida defensa del poema y, con prosa académica más bien tosca, lo emparenta con éxito con los textos coetáneos. Sin embargo es excesiva su afirmación de que «roza el surrealismo», porque el primer manifiesto de Breton es de 1924 y porque –y esto es lo que cuenta– lo onírico no comparece aquí como transcripción directa del sueño, sino como fruto del «‘trance’ atemporal» (así lo llama la propia traductora en la nota a pie de página 168) en que la voz narradora va cayendo en su deambular por la ciudad, con saltos adelante y atrás de varios siglos; método de nuevo similar al que Eliot utiliza, pero con una perspectiva femenina, de intrépida flâneuse o exploradora urbana, y sustituyendo el protagonismo mítico que adquiere en La tierra baldía el Rey Pescador por el desenterramiento de los estratos del París pagano –celta o romano– que rendía culto a Isis y otras diosas de la fertilidad. Y aun así, el rey herido en la ingle, por cuya impotencia padece su reino sequía y desgracias sin cuento, también asoma a los versos de París; da igual que en Mirrlees la intención sea más irónica que dramatúrgica; sigue llamando poderosamente la atención que ella se fijara en esta leyenda del ciclo artúrico antes de que lo hiciera Eliot y que su simbolismo nutriera una parte esencial, o una mera parte, de dos poemas que tienen tantas similitudes: de montaje, de flânerie, de espeleología mítica, de escucha atenta al habla callejera... y que, con dos años de diferencia, son de los primeros en probar que el fragmento, no la obra que integra o totaliza, es la escritura propia del siglo XX.

Con todo, la atracción de Mirrlees por la exposición capitalista no está nunca exenta de crítica, a veces muy mordaz y casi siempre sutil

Pero, como decía más arriba, aunque Mirrlees diera antes con el método, no dio con el poema; al menos no con un poema de la talla y la significación –en términos de impacto emocional y prolongada influencia– de La tierra baldía. Aun con todas sus virtudes, París no contiene un solo verso memorable, su atractivo es más visual que musical y su arrojo estético estriba más en la irreverencia («Je vous salue Paris plein de grace», en mayúsculas y sin acento circunflejo en «grâce») que en el examen de una civilización que, tras la I Guerra Mundial, se había hecho añicos. Claro que, si de comparar psicogeografías se trata, tampoco hay liza: Mirrlees escribió su poema en la Ciudad de la Luz y Londres –ya lo dijo Verlaine– «es tan plano y tan negro como una chinche».

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