FILOSOFÍA

La luz de un hombre cáustico y nervioso

La Correspondencia escogida es una de las mejores obras en español sobre el filósofo Arthur Schopenhauer

Arthur Schopenhauer.

Arthur Schopenhauer. / WIKIPEDIA

Lorenzo Luengo

Casi tanto como de Isaac Newton o de Albert Einstein puede decirse que hubo un universo antes de Arthur Schopenhauer y otro después de Arthur Schopenhauer. Con la aparición de su obra mayor, El mundo como voluntad y representación (ignorada, por cierto, hasta 30 años después de su publicación), el cosmos ordenado y permeado de cordura imaginado por Platón, que había presidido toda la filosofía, dejaba ver una inclinación más bien psicopática, cruel e irresponsable, «la de un diablo que se deleita en la visión del dolor de las criaturas a las que ha abocado a la existencia». Schopenhauer encontró en las primeras traducciones latinas del Upanisad una asombrosa confirmación de su modelo cosmológico (no se habría sorprendido menos de haber podido leer en los gnósticos sobre esa divinidad a la que Jorge Luis Borges consideraba «menguada o cansada, puesta a improvisar este mundo con material impuro»). Estudió los fragmentos presocráticos, a los sensualistas franceses y el empirismo inglés. No obstante, todo pudo empezar en el encuentro fortuito con una anciana ciega que, «recién nacida, fue llevada a su bautizo, cogió frío y se le helaron los ojos», y en la frase que el pequeño Schopenhauer (12 años) anotó en su diario: «¡Qué caro tuvo que pagar el placer de ser cristiana!» (maravillosa prueba de madurez en el uso del sustantivo: antes que el gastado e inofensivo precio, prefirió placer, tan travieso como despiadado).

Podríamos tomar esta frase y encerrarla en un prisma y no tardaríamos en ver, sirviéndonos de estas cartas, que toda la luz que empapa una existencia (Gdansk, 1788- Fráncfort, 1860) es del mismo color cárdeno que la arrojada por ese primerizo cristal. Johanna Schopenhauer, la madre aún atractiva y amante de las artes –y una mujer interesante, aún joven, que habría resultado encantadora a cualquier hombre excepto a su propio hijo–, recibe esa luz cada vez más a regañadientes y acaba por refractarla. Adele, la hermana poco agraciada, no puede evitar reaccionar a ella (salvo por ese largo lapso en que la luz toma una curva) como hacia todo cuanto la toca: dejándose querer (que en ella es casi un modo de morir). Johann Wolfgang von Goethe, que se nos aparece como un caballero simpático y un dechado de paciencia, la sortea una y otra vez, sin perder la compostura. La luz de este hombre cáustico y nervioso, feroz y «con cara de mono deteriorado (otra frase de Borges), ilumina crudamente pequeñas habitaciones de alquiler, viejos salones de Weimar y Dresde, se vuelve menos sombría al acariciar a amantes (la corista Caroline Medon) y discípulos predilectos, alumbra manuscritos, golpea a editores y a corresponsales presuntamente amigos. También se detiene en los elogios a Baltasar Gracián y en el deseo insistente pero incumplido de encontrarse con otra luz no menos cárdena: lord Byron.

Muchas cosas convierten esta correspondencia en una de las mejores obras en español sobre Schopenhauer, pero señalo dos: la labor de su traductor, Luis Fernando Moreno Claros, y la recreación –entre lámparas, espejos y tortuosos despachos académicos– de un mundo perdido o que tal vez (si nos atenemos a las conclusiones, bastante plausibles, de Parerga y paralipómena) nunca llegó a ser, salvo para las máscaras de un aterrador modelo óptico, de una solitaria voluntad que construyó ese mundo y el nuestro, y también a nosotros, como una mera alucinación.

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