ANÁLISIS
La guerra i la Música | Arma de guerra
La música continúa siendo un elemento políticamente sensible en los conflictos
Cosme Marina
Llama la atención, observando la guerra en Ucrania derivada de la invasión de Rusia, cómo cuestiones musicales han estado y están en el primer plano. Se organizan grupos bélicos con nombres de compositores: Mozart y Wagner, casi nada. Y, además, un hecho trágico ha puesto en el primer plano a la música sinfónica, el asesinato por los rusos del maestro Yuri Kerpatenko, director del teatro de música y drama de Jersón y al frente de la Orquesta Filarmónica Regional de Jersón. Su delito no fue otro que negarse a colaborar con las fuerzas de ocupación y organizar un concierto para ellos. Lo mataron a tiros en su propia casa. Curiosamente el concierto que se tenía que haber celebrado el primer día de octubre y pretendía ser un evento de «celebración de la paz» (sic).
Este terrible suceso evidencia cómo el horror de la guerra impregna toda la sociedad en la que está presente y, por otra parte, la utilización de la música como una herramienta bélica más. De hecho, su manipulación por parte de la política ha sido una constante en la historia y aún sigue teniendo enorme relevancia.
Hemos de pensar que, en plena eclosión del Romanticismo, en el siglo XIX, el empuje del nacionalismo musical fue un fenómeno transversal en todo el continente europeo, e incluso se exportó a otras latitudes. Los compositores se centraban en la música popular y de ahí se sacaban paradigmas que buscaban enfatizar las diferencias y la construcción de escuelas nacionales que la clase política de la época aprovechaba con fruición. Luego llegaría el «¡Viva Verdi!», uno de los hitos del Risorgimento italiano y, más adelante, multitud dictaduras se emplearon con fruición en la adopción de la música para sus propios fines.
Los ejemplos son múltiples. Por ejemplo, el de la tiranía estalinista soviética que masacró a multitud de compositores a los que tachó de burgueses y a otros muchos, como Shostakóvich, los humilló de manera constante cuando sus creaciones no se adaptaban a los parámetros –muy estrechos siempre, por otra parte– que las élites marcaban. También Hitler se aprovechó de la música de Wagner e hizo una verdadera escabechina en función de los músicos que consideraba más fieles al nazismo y los que tuvieron que huir para no acabar, como muchos compositores judíos, asesinados en campos de concentración. El epígrafe de «música degenerada» con el que etiquetaron a los autores incómodos, no necesita explicación por su vileza.
En nuestro país el régimen franquista fue especialmente dañino también para la cultura y la música no fue una excepción. Dejó su organización en manos de una élite, creando una fractura social aún no del todo resuelta porque se llegó a instalar en la sociedad la idea de que acudir a actividades musicales era sólo apto para determinadas clases sociales. Además, se apropió de la zarzuela, el género más popular durante la Segunda República, causándole un daño reputacional del que, tantos años después, no ha conseguido librarse del todo, provocando también el exilio de numerosos autores por sus ideas políticas. Esas son sólo unas pinceladas que encuentran múltiples réplicas en nuestros días porque la música también puede llegar a ser una increíble herramienta de resistencia y de cuestionar el orden establecido.
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