MÚSICA

Palos de ciego

El sector de la música clàsica trata de reinventarse acuciado por la necesidad de renovar público

Concierto de música clásica.

Concierto de música clásica. / DdM

Cosme Marina

Hace unas semanas el periodista Rubén Amón escribía una interesante reflexión que alcanzó amplia difusión en el sector musical. En la misma llamaba la atención sobre la vorágine que ha invadido a intérpretes y programadores musicales, con la obsesión de la imagen como altar de ofrenda sin discusión y la búsqueda de la originalidad a toda costa como recurso a la desesperada para llamar la atención de un público que cuesta, y mucho, atraer a las salas de conciertos. En esa misma línea llevo incidiendo en numerosos artículos desde hace más de una década porque cada vez se va acentuando un problema que acabará por causar mucho daño.

Somos muchos los que venimos poniendo el foco en la búsqueda de fórmulas que posibiliten la evolución del sector pero sin perder sus fundamentos en los que radica su fuerza y su esencia. Sin embargo, en los últimos años hay una especie de inquietud para que todo sea una especie de olimpiada. Cuanto más veloz toque un pianista, más éxito; cuanto más rápido un cantante alcance la cumbre, mejor, aunque luego la caída sea estrepitosa. Las carreras están siendo muy cortas, los músicos no tienen tiempo a madurar un repertorio cuando ya se ven empujados a un nuevo reto, en una espiral que no tiene fin. Además, deben mantener una imagen impecable porque las leyes del pop han impuesto su tiranía a todos y rara es la excepción de aquellos que pueden permitirse vivir al margen del sistema.

Con tanta precipitación se están dando palos de ciego de manera continua, con errores muy notorios que se pagarán a medio plazo y largo plazo. Carreras rotas y ciclos que sólo se asentaban en una espectacularidad vacua y sin fundamento acaban en un callejón sin salida. Ahora todo es presentar ochenta actividades en un maratón de fin de semana o que un director afronte en un tiempo reto un montón de sinfonías o que un intérprete se deje los dedos para hacer una integral de cualquier compositor en una o dos sesiones todo lo más. Una suerte de empacho que aturde al público y que no es más que un fogonazo que se apaga tan rápido como la mercadotecnia y el influjo de las redes sociales dejan de hacer efecto. Y a la vez que ese gran movimiento de masas impone sus leyes caprichosas, las temporadas luchan en una desigual y silenciosa batalla por ofrecer a la ciudadanía un tejido cultural que lleva siendo siglos vehículo de expresión artística fabuloso y que, a pesar de que interese mucho decir que está en vía muerta es y será, y sino al tiempo, una vía de futuro. El problema de fondo es muy diferente y no se está abordando: la base es la educación y ahí el fallo es estrepitoso. La caída de las humanidades del sistema educativo ha sido trágica para la música. Y tampoco es que siempre se acierte con los proyectos educativos que se proponen. Suelo estar al día en este campo y alguna de las cosas que he podido ver en diferentes ámbitos son como para sonrojar por la falta de calidad de las propuestas y la absoluta frivolidad de las mismas. Es más, tengo la sensación de que acaban siendo contraproducentes por la ausencia de un proyecto pedagógico a modo de sustento, dando sentido a cada actividad.

Si el punto de partida no se resuelve, el resto del entramado poco más puede hacer. De creernos que tocar un instrumento dando brincos es el no va más, habremos llegado al mundo de las acrobacias circenses pero ya estamos muy lejos de la música como factor clave para el desarrollo y el disfrute cultural de cualquier sociedad.

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