NARRATIVA

Todavía nuestro

Un héroe de nuestro tiempo, de Mijaíl Y. Lérmontov, sobrevive a su condición de retrato de época gracias a una estructura discontinua, muy moderna para 1840

Mijail Lérmontov retratado por Petr Zabolotskiy.

Mijail Lérmontov retratado por Petr Zabolotskiy. / WIKIPEDIA

Luis Muñiz

El byronismo prendió con fuerza en Rusia, y ya con Pushkin y su Eugenio Oneguin, arranque de la literatura moderna en la tierra de los zares, nació lo que la crítica conoce como «novela del hombre superfluo», de la que son ejemplos bien testados obras de Turguénev (Diario de un hombre superfluo, que aporta el marbete), Goncharov (Oblómov) o, unos años antes, Un héroe de nuestro tiempo (1840), de Mijaíl Y. Lérmontov, a quien se tiene por el padre de la prosa rusa. (Él, no Pushkin, pues Oneguin es una novela en verso; aunque supongo que Gógol también podría decir algo aquí.) Ignoro cómo el «hombre superfluo», al que paralizan su nihilismo y su crónico hastío vital (véase el rechoncho Oblómov, varado en la cama páginas y páginas), puede hacerse descender con tanta facilidad del típico héroe byroniano, que tiene, como su creador, permanente apetencia por la acción (justo para salir de ese aburrimiento). Quizá, para sus émulos rusos, el trasvase consistiera en reducir la actividad libérrima de los personajes de Byron a la mera vocación militar o a la pasión por la justa moderna –el duelo–, aunque luego, como ocurre en «Un héroe de nuestro tiempo», no sean las hazañas bélicas del protagonista las que el autor desgrana, sino sus devaneos filosóficos y sus aventuras galantes. O quizá es que al hombre tullido por su cinismo y su spleen le es igual tener acción que no tenerla, y solo dominar a sus semejantes le da placer. Sea como fuere, el Pechorin de Lérmontov, como el Oneguin de Pushkin, no sobreviven gracias a su condición de personajes de época (o, como el propio escritor ruso dice en su prólogo, en tanto que «registro constituido por los vicios, en pleno desarrollo, de toda nuestra generación»), sino a la talla de las obras en que comparecen y, desde entonces, son leídos con devoción; en el caso de la novela episódica de Lérmontov, talla en buena parte debida a su estructura discontinua, muy moderna para el momento, en los albores de la gran narrativa decimonónica y cuando, como escribe Vladimir Nabokov, «la prosa rusa estaba todavía en su adolescencia».

Parte del atractivo de esta edición reside, justamente, en el rescate del prólogo con el que Nabokov encabezó su traducción al inglés de la novela, firmada al alimón con su hijo Dmitri y publicada en 1958. En esa introducción, el autor de Lolita disecciona la narración de Lérmontov como si se tratara de una de sus mariposas; e incide no poco en la importancia que la estructura del relato tiene en su efecto de conjunto, aunque su mente extremadamente analítica le anime a ver «abundantes y notorias» incongruencias en las cinco historias que lo componen y, desde el principio, favorezca la lectura del «héroe» sobre la «época», el carácter sobre la sociología. Nabokov lleva al extremo este argumento al atribuir «la veneración de los grandes críticos » por el libro a «una reminiscencia de lecturas juveniles en el crepúsculo del verano», lo que igualmente podría justificar la predilección de lectores bien formados por Los tres mosqueteros o Los tigres de Mompracem. Creo que el gran novelista ruso se equivoca en esto, porque Un héroe de nuestro tiempo contiene indudablemente un retrato de época sin el cual, pese a sus rasgos atemporales, Pechorin no sería Pechorin; pero no yerra lo más mínimo cuando aprecia, por encima de otros valores narrativos, como la psicología de los personajes, la clase de organización que el autor impone a su material, y el acierto de traer a foco a su protagonista a través de dos narradores secundarios antes de concederle la palabra. (Y ni siquiera entonces opera sin una justificación emanada del propio relato, pues cuando Pechorin nos habla lo hace desde las páginas de un diario que el segundo narrador, Maxím Maxímich, ha entregado al primero, un trasunto del propio Lérmontov.)

Esta «argucia estructural», como Nabokov la llama, unida al hecho de que no leemos las cinco historias en el orden en que sucedieron los acontecimientos, sino en el orden en que el primer narrador fue registrándolos, permite al lector componer hasta cierto punto a su gusto a Pechorin; pero solo hasta cierto punto, pues el grueso de la narración (los relatos Tamán, La princesita Meri y El fatalista) está extraído del diario. Sin embargo, la visión más distanciada, o contrastante, o complementaria, que proporcionan los otros dos narradores (en las piezas tituladas Bela y Maxím Maxímich) ayuda a sentir al personaje algo menos sujeto a su época –más esquivo y ambiguo, quizá por peor trazado–, sin que su empuje romántico y su encanto cínico cedan lo más mínimo; dispuesto a sobrevivir, deleitando, otros 182 años.

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