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MÚSICA

Vuelven las toses

Con el progresivo retorno del público, regresan los ruidos agresivos a teatros y salas de conciertos

Uno de los escasos efectos positivos de la pandemia del covid-19 fue que, a la vuelta a los teatros y auditorios, el público pudo asistir a una representación teatral o a un concierto sin ruidos accesorios. Las toses desaparecieron y los móviles misteriosamente permanecían mudos. Se escribieron, en todo el mundo, numerosos artículos y reflexiones al respecto. En casi todos ellos se abogaba por que esto supusiera un cambio de paradigma definitivo. Yo mismo también albergaba la esperanza de una modificación en los hábitos de cierto sector del público, aunque, sinceramente, conservaba mis reticencias.

Por primera vez en dècades se asistió, por ejemplo, a recitales de piano en los que se pudo disfrutar de la música en silencio y los melómanos presentes en la sala no daban crédito, acostumbrados todos al apaleo percutivo de las toses, al hiriente rugir de los teléfonos móviles –en la modalidad de llamada y también en la de llegada de mensajes diversos o notificaciones–, envoltorios de caramelos, cremalleras de bolsos que se abren y cierran con fiereza y tantas otras situaciones con las que el oído luchaba para poder escuchar lo que el intérprete ofrecía.

Las agresiones sonoras no son únicamente para los vecinos de las butacas. También afectan a los artistas. La concentración necesaria se puede perder al tener constantes interrupciones y más de uno ha llegado a perder la paciencia. Es, en definitiva, una falta de respeto instaurada y a la que nadie pone freno.

Todo esto parecía que se había finiquitado. Nada más lejos de la realidad. La paulatina vuelta del público, más rápida en el ámbito escénico, aún tímida en el musical, se está traduciendo en un incremento exponencial de toses, expectoraciones y demás familia. Hace unos días, el actor José Sacristán luchó contra esa jauría mientras interpretaba su monólogo en el Campoamor, pese a que él mismo, en una alocución inicial, pedía respeto y silencio. No hubo forma. Aquello parecía un sanatorio para tuberculosos de finales del siglo XIX. Casi apetecía poner una escupidera en determinadas butacas para que algunos se sintiesen más cómodos. En los conciertos sinfónicos también han comenzado ya con brío los ruidos, con una variante: si ahora se interpela al ruidoso por su actitud, no solo lo niega, sino que reacciona de forma agresiva al aviso de su comportamiento.

Experimenté hace unas semanas en carne propia, junto al resto de los espectadores que estaban en las butacas vecinas, cómo una señora se dedicaba a frotar su estupendo zapato acharolado contra la madera de la butaca anterior. El ruido que efectuaba era una especie de chirrido insoportable. Me atreví a indicarle que cesara en su frenesí “frotatorio” y, al final del concierto, se dirigió a mí con gran indignación por haberle llamado la atención, a pesar de que todos sus vecinos de asiento insistían en que el ruido era horrendo.

Siempre he pensado que muchas de esas toses y ruidos inapropiados son fruto del aburrimiento. No se entiende, porque la asistencia a una representación, ya sea teatral, lírica o musical, no viene obligada por el Boletín Oficial del Estado. Con lo cual no alcanzo a comprender que se pague una entrada para estar mal a gusto, más allá del divertimento social, que tiene peso, especialmente en representaciones operísticas.

Algunos decían que, tras la pandemia, saldríamos mejores. No tengo criterio para juzgarlo a nivel global. Desde luego en las salas de conciertos, iguales o peores.

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