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Qué es cultura

El diner, una inmersión en la cultura americana

Hay muchas cosas que me atraen del paisaje urbano americano, particularmente del de la costa Este. Una de ellas es el diner, pero no uno cualquiera; tiene que parecerse en algo al de la pintura «Nighthawks » (halcones nocturnos) de Edward Hopper. Tengo suerte porque, por el momento, siempre acabo por toparme con uno. Me gusta que tengan ventanales enormes y una decoración indecisa en el tiempo. Pueden parecer de los años de guerra como «Nighthawks» (no sé si queda alguno así) o haber incorporado un aire a lo «Grease » en el que te esperas que entre un remedo del Travolta chuleta y repeinado con la epónima brillantina. Sea como sea, conservan una atmósfera de otros tiempos, como si quisieran ser un recinto de evasión de lo que sea que ocurre en la calle, en el país, en el mundo.

Desayunar, comer, cenar o tomar lo que sea en un diner no es una cuestión de paladar, ni siquiera de hambre (aunque siempre sirven raciones descomunales de todo), sino de lugar. Es el sitio en sí y sus extraordinarios horarios (a veces están abiertos las 24 horas del día), que te acogen tengas el capricho que tengas y te ofrecen, además de asilo a horas intempestivas, algo que ver y alguien con quien compartir tu cansancio o tus ganas de tortitas, tu sed de cerveza o tu necesidad imperiosa de café para despertarte del todo, tus ansias de sociedad o tu desgana de ella. Vale para todo, por mucho que yo recomiende el desayuno, siempre y cuando no hayas internalizado los mantras de quien sufre las dolencias habituales y demás zarandajas de la edad. El que me ha tocado donde estoy es el Yankee Clipper y cumple con los requisitos de mis veleidades: luminoso de noche y de día, con espejos por todas partes, rojo y metálico por fuera, espacioso y con sus booths (mesas con separadores de las demás) bien situados, lo suficientemente aislados como para no oír la conversación de la mesa más cercana y lo suficientemente abiertos como para divisar la amplitud del restaurante y a la clientela. El dueño del Yankee Clipper es un inmigrante griego dispuesto a que su local sea tan o más americano que los demás. En la puerta de entrada ondea una bandera de EE UU. En el menú (diez hojas de platos y bebidas para cualquier gusto y momento) aparecen como productos exóticos souvlaki y dolmas como gesto humilde de honrilla helénica.

Entro sola a cenar algo y me atienden al segundo presentándome la carta y un vaso de agua helada. Pido lo que me apetece y, en lo que parece menos de un minuto, llega mi plato rebosante de patatas fritas por un lado y de lechuga con queso feta por el otro, flanqueando lo que realmente quiero comer. Da igual. De lo que realmente estoy disfrutando es de ver a un camarero mayor con el pelo evidentemente teñido y aire hispano. Probablemente lleva trabajando en el Yankee Clipper desde que se abrió y, en consecuencia, el tiempo no tiene necesariamente que pasar por él. Las camareras llevan pantalones negros ajustados y chaquetilla a juego con el nombre del diner bordado y su nombre de pila debajo. Todo el servicio está al loro de lo que pueda querer o necesitar el personal. Un gustazo. Pago la cuenta y dejo una buena propina por el espectáculo. No me siento particularmente americana después de la experiencia, pero me hace la impresión de haberme sumergido en su cultura y haber disfrutado del chapuzón.

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