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ECOLOGÍA

¿Sembrar esperanza o ignorancia?

Uno de esos clásicos que son capaces de hacer retumbar los cimientos de lo cotidiano y dejarse de abalorios y estupideces

Algues. Marc Masmiquel Mendiara

“Hemos perdido la conexión con los bosques, las personas conocen más marcas y logotipos que tipos de árboles y animales, si no somos capaces de plantar nuevos hábitos y naturalizar literalmente nuestra realidad el cambio climático y las agresivas olas de calor nos freirán como a un huevo en la sartén. Los árboles son inteligencia, su ausencia estupidez”.

Hace 70 años, Jean Giono, publicó una alegoría sencilla, profunda y enraizada con nuestra especie y su potencial.

El hombre que plantaba árboles es uno de esos clásicos que son capaces de hacer retumbar los cimientos de lo cotidiano y dejarse de abalorios y estupideces.

Narra la historia del atrevimiento tenaz de un humilde pastor, que quiere a toda costa convertir un desolado valle de los Alpes, en un bosque. Transcurre en la primera mitad del siglo XX, pero todo lo que se cuenta es perfectamente materia prima para aplicarse a los repetidos intentos de restaurar el patrimonio natural, posiblemente el único patrimonio que merecería ser denominado como tal.

La historia da sus primeros pasos cuando un joven está recorriendo en solitario a través de la Provenza, en la Francia de 1910, disfrutando de la fuerza original y sin filtros de la naturaleza salvaje. Se queda sin agua, y un pastor le da cobijo y comida. Elzéard Bouffier, que es el nombre del pastor, empezó a restaurar el valle, cultivando un bosque, árbol por árbol, semilla a semilla. El joven regresa varias veces tras la Primera Guerra Mundial, y el valle ahora es tupido y Bouffier sigue su titánica labor. No destriparé todo lo que sucede, o cómo las autoridades en un momento de la narración no pueden aceptar que esa naturalización de valles degradados haya sido facilitada y originada por un simple pastor. El altruismo o las causas que no buscan lucro no son bien comprendidas por las sociedades que siempre quieren algo a cambio.

Una metáfora ejecutada con sobria emoción, Giono da las pautas para que el lector se replantee si lo que hace será bueno o no para el futuro, la generosidad del pastor, no le hace un bendito o un santurrón, más bien refleja cómo la ausencia de objetivos comunes nos hace –como sociedad adicta a acumular objetos– ha olvidado el revolucionario acto que implica sembrar una semilla, hacerse agricultor, cuidar abejas… naturalizar nuestra temporal visita por la vida. No es una cuestión de evadirse, es una cuestión precisamente de conectarse.

Si el pastor siembra bellotas y los valles de la Provenza le suenan al lector algo ajeno a su realidad es fácil acomodarlo a Mallorca, dependemos –aún ignorándolo– del oxígeno de las praderas de posidonia, y de la sombra de las encinas, los algarrobos y los pinos. Sólo la producción agraria ecológica respeta y regenera la fertilidad del suelo. Todo lo demás, son artificios. La presión antrópica que relata Jean Giono en los valles talados que luego enverdece y recupera gracias al Sísifo incansable del pastor irreductible son un claro ejemplo de cómo podríamos recuperar la biodiversidad menguante de la isla abarrotada, de la isla explotada, de la isla maltratada. No es un tema de olvidar el avance que puede propiciar el ingenio, como dicen algunos, no es un retroceso, es un avance, el único avance como sociedad civilizada y evolucionada es plantar vida, facilitar la fotosíntesis, y vivir dentro de unos límites que no tengan relación con la cultura productiva fósil de usar y tirar, energéticamente imbécil y sin capacidad de comprender lo que es prospectiva de ecosistemas. Ante el colapso ecosistémico, energético y ético, plantar y sembrar es literalmente la acción más transformadora que podemos afrontar como sociedad.

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