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Vivencias

La casa de la electricidad

Rostros en el agua, el relato de desamparo de la joven Janet Frame en pabellones de mujeres desquiciadas, por momentos es insoportable y, a la vez, consolador

Janet Frame. WIKIDAT

En su extensa autobiografía, Un ángel en mi mesa, Janet Frame ofició de intérprete de sus temores y anhelos, de su más secreta tarea: «La más antigua forma de ilusión consiste en apaciguar el presente aferrándose a un acontecimiento del futuro». La escritora neozelandesa, que pasó parte de su vida, sobre todo entre los veinte y los treinta años, entrando y saliendo de instituciones para «enfermos mentales », conoció en primera persona el precio que debe pagar quien ha sido excluido de la «normalidad», de la «salud» y de la «cordura». El uso (y abuso) de las comillas no es otra cosa que un humilde intento por parte de este lector de evidenciar lo que tan a menudo se ha dicho, y que quizá Dostoievski expresó con mayor rotundidad que nadie. Que no es encerrando al prójimo como uno alcanza a convencerse de su propia sensatez.

Si el arco experiencial de Un ángel en mi mesa deja atrás a la joven esquizofrénica, salvada gracias a la literatura de una lobotomía ya programada y de su seguro destino en el recinto de los idiotas tranquilos, para prolongarse en el tiempo y desplegar las galas de la existencia de una artista que gozó de reconocimiento, de felicidad y de prestigio, Rostros en el agua recupera aquel tiempo de inocencia y desamparo durante el que una joven Janet Frame deambula por pabellones donde mujeres desquiciadas muestran con orgullo sus excrementos, locas solemnes hablan de sí mismas en tercera persona y sádicas enfermeras empujan a sus pupilas a repetidas jornadas de iniquidad. Rostros en el agua es, en efecto, el testimonio por momentos insoportable y a la vez consolador de una mujer que lucha por encontrar en un presente árido, oscuro y temible una razón desde la que proyectarse hacia el porvenir.

JANET FRAME. Rostros en el agua. Traducción Patricia Antón. Trotalibros, 312 páginas, 22 €.

JANET FRAME. Rostros en el agua. Traducción Patricia Antón. Trotalibros, 312 páginas, 22 €.

En ese presente angustiado, la electricidad es el destino. Janet despierta cada mañana con la promesa del electroshock en su horizonte, un país apaciguador pero feroz del que se regresa con la docilidad mineral de las iguanas. Y si la electricidad no cumple su cometido, siempre habrá ocasión para una forma más eficaz y dramática de la carnicería: «Cuando abra los ojos tendré un vendaje en la cabeza y una cicatriz en cada sien, o una curva, como un halo, a lo largo de la coronilla, donde los ladrones, con guantes y con permiso y con delicadeza, han entrado y saqueado con educación el almacén y se han marchado con calma y sin vergüenza alguna, como lectores de contadores».

Por fortuna, fue la escritura, la gran ladrona de recuerdos y de experiencias, la mejor lectora de contadores que la humanidad ha forjado, la instancia que evitó que los custodios de la cordura abrieran el cráneo de Janet para extirpar de él ese impulso demoniaco que ninguna cirugía puede abolir, y que quizá sólo sea otro nombre para ese sufrimiento y para esa alegría, tan inseparables, en los que consiste estar vivo, y que este libro memorable apresa con formidable vehemencia.

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