En su extensa autobiografía, Un ángel en mi mesa, Janet Frame ofició de intérprete de sus temores y anhelos, de su más secreta tarea: «La más antigua forma de ilusión consiste en apaciguar el presente aferrándose a un acontecimiento del futuro». La escritora neozelandesa, que pasó parte de su vida, sobre todo entre los veinte y los treinta años, entrando y saliendo de instituciones para «enfermos mentales », conoció en primera persona el precio que debe pagar quien ha sido excluido de la «normalidad», de la «salud » y de la «cordura». El uso (y abuso) de las comillas no es otra cosa que un humilde intento por parte de este lector de evidenciar lo que tan a menudo se ha dicho, y que quizá Dostoievski expresó con mayor rotundidad que nadie. Que no es encerrando al prójimo como uno alcanza a convencerse de su propia sensatez.
Si el arco experiencial de Un ángel en mi mesa deja atrás a la joven esquizofrénica, salvada gracias a la literatura de una lobotomía ya programada y de su seguro destino en el recinto de los idiotas tranquilos, para prolongarse en el tiempo y desplegar las galas de la existencia de una artista que gozó de reconocimiento, de felicidad y de prestigio, Rostros en el agua recupera aquel tiempo de inocencia y desamparo durante el que una joven Janet Frame deambula por pabellones donde mujeres desquiciadas muestran con orgullo sus excrementos, locas solemnes hablan de sí mismas en tercera persona y sádicas enfermeras empujan a sus pupilas a repetidas jornadas de iniquidad. Rostros en el agua es, en efecto, el testimonio por momentos insoportable y a la vez consolador de una mujer que lucha por encontrar en un presente árido, oscuro y temible una razón desde la que proyectarse hacia el porvenir.