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ANIVERSARIO

Un día en la vida de todos nosotros

El pasado 2 de febrero se cumplieron cien años de la publicación de ‘Ulises’, la novela que hizo de lo cotidiano algo excepcional

Un día en la vida de todos nosotros

Digámoslo ya, para que no queden dudas al respecto. La grandeza de Ulises, ese libro todavía hoy reputado por tantos como difícil, arbitrario y vano, acusado de ser mera pirotecnia formal, silogística disfrazada de literatura, una piñata repleta de bizantinismos, consiste en habernos regalado una verdad de Perogrullo: que nada es tan extraordinario como lo ordinario. Por más que le duelan prendas a cierta crítica holgazana y remisa, el mérito de James Joyce radica en haber sido el primer escritor que convirtió el conjunto de su obra en un implacable y manifiesto elogio de lo trivial y en ser a la vez pionero a la hora de conceder a un ciudadano sin importancia, an ordinary man, el rango de héroe. Como con retranca irlandesa le escribió a su amigo Eugene Jolas tras los vituperios que Ulises recibió por parte de la escuela crítica marxista: «No comprendo por qué me atacan. En mis libros nadie vale más de mil libras».

Para alguien que templó su talento en la forja de los jesuitas, y que estudió con atención al Aquinate y a sus intérpretes, el descubrimiento de la epifanía no como manifestación de un dios encarnado y doliente o de su abstracción aristotélica, ese motor inmóvil ante el que es tan complejo arrodillarse, sino como revelación de la verdad de las cosas, por humilde que éstas sean, como ese momento en que «el espíritu del objeto más vulgar nos parece radiante», es el tesoro formidable que Joyce regaló a la vanguardia artística de su época, rica en catástrofes y revoluciones, y el legado que dejó a todos esos estudiosos del inglés a quienes retó a estar entretenidos con Ulises durante los trescientos años posteriores a su publicación. Conduciendo el lenguaje hasta sus límites y llevando la novela hasta su más democrática expresión, la de una plasticidad inaudita, Joyce obró un misterio tan diáfano que incluso hoy nos perturba: revelarnos la prosa del mundo, su clamorosa ubicuidad, sus irredentas comarcas. Siguiendo en esto la doctrina del Ión platónico, el escritor se configura para Joyce como el zahorí de esos instantes privilegiados que forman la urdimbre de la vida, con la peculiaridad de que puede hallar esas epifanías en cualquier suceso cotidiano: una noticia de prensa, una carrera en el hipódromo, los chismes en torno a un cuarentón cornudo. Desde esa óptica, Ulises, con su esmero en detallar el excremento y la digestión, el sexo y los mapas, al piojo y a Alejandro, el escrutinio fidedigno y exasperante de cada centímetro de la realidad, es una catedral de epifanías, un largo, clamoroso poema acerca de la textura del lugar en que vivimos, se llame Dublín, Palma o el metaverso del último profeta trashumanista.

Ahora bien, ¿cómo aprehender esa sustancia innoble y a la vez preciosa que es el flujo de la vida, ese 16 de junio de 1904 que cada día amanece en el más remoto rincón del planeta? La respuesta está en el expediente de la conciencia. Porque Joyce no es el inventor de la conciencia como personaje literario, pero en Ulises la elevó a cotas de complejidad jamás antes vistas, y a las que la literatura, desde entonces, peregrina, sea mediante el montaje dialéctico de Berlín Alexanderplatz, sea mediante la efusión lúdica de Rayuela, sea mediante la celebración de la experiencia como puzle de “La vida instrucciones de uso”. Joyce logró insinuar esa omnipresencia de la conciencia valiéndose de una metáfora recurrente, que ampara toda su obra desde el delicado realismo de Dublineses a esa ordalía del idioma que es Finnegans Wake. Esa metáfora de lo que la conciencia significa es el río, el Liffey de su ciudad natal, es el humilde pero orgulloso mar de Irlanda, es, por antonomasia, el agua, sustancia sin forma que adopta la del continente que la asume, pues nuestra personalidad no es una estatua, no es un mármol, no es un peñasco, sino que es un meandro, es una catarata, es una ola, y la aventura de Leopold Bloom, que es la aventura de cada uno de nosotros, conforma el trayecto de un navegante hacia una Ítaca más dócil y menos trágica que la homérica, pero en la que también cada noche, con el cumplimiento del ciclo terrestre, las pequeñas y sin embargo sagradas vidas humanas recomienzan.

Odiseo y Bloom son sagaces, prudentes y capaces de mentir

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Esa metáfora de la conciencia como acuífero y manantial, como fuente subterránea, se plasma en la apoteosis del personaje Bloom, una decisión mediante la que Joyce abunda, del modo más bello posible, en la idea de la creación como palimpsesto, al convenir en que la historia de la literatura es, en definitiva, un diálogo ininterrumpido con los muertos y una carta abierta a quienes todavía no nacieron. El Odiseo de Homero es más atlético que el Bloom de Joyce, pero ambos destacan por el hecho de que la mayoría de sus victorias suceden gracias a lo que su cráneo esconde. Los dos son sagaces, astutos, prudentes y, cuando es preciso, capaces de dar un paso atrás, ponerse de perfil o mentir. Joyce es en esto coherente con su criatura, pues en Ulises, por ejemplo, no hay masacre de los pretendientes. La única sangre que corre en el libro es la menstruación de Molly en su asombroso monólogo de clausura, monólogo en el que Bloom vence a sus contrincantes sin necesidad de matarlos. De hecho, el último pensamiento de Molly antes de que la luz de su vigilia se apague es para Leopold. Y si eso no es amor, se le parece bastante.

No es descabellado pensar que la primera frase de la biografía que Richard Ellmann dedicó al creador de Stephen Dedalus sigue vigente. Cien años después de la publicación de Ulises, «todavía estamos aprendiendo a ser contemporáneos de James Joyce, a comprender a nuestro intérprete». Es difícil concebir un elogio mayor para una obra humana. Así que ya lo saben los reticentes. Nunca es tarde para leer Ulises, un libro hecho con los materiales de la vida. Pues la vida es todo lo que tenemos. Palabra de Joyce. Amén.

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