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Clásico

El pueblo ausente

Edmund Wilson relata el desarrollo de las ideas socialistas en Hacia la Estación de Finlandia

Edmund Wilson. WIKIPEDIA

Edmund Wilson, famoso crítico literario y ensayista estadounidense (1895-1972), publicó la obra objeto de esta reseña en 1940 con el siguiente título: Hacia la Estación de Finlandia. Ensayo sobre la forma de escribir y hacer historia. No es la primera vez que se ha hecho una traducción de ella al español, pero, desapercibida primero e inencontrable después, reapareció a mediados del presente año en Ediciones Debate, precedida de una vibrante presentación de Mario Vargas Llosa, quien ya hace tiempo nos previno, en un artículo periodístico, de su existencia y calidad.

Lo que Wilson pretende no es realizar una aportación científica a la historia del pensamiento socialista. El libro carece de notas bibliográficas y documentales y sólo al comienzo se mencionan algunas deudas intelectuales del autor. Estamos, pues, no ante una obra de ciencia, sino ensayística e interpretativa. Es además un relato magníficamente escrito y una obra de tesis. En efecto, según advierte en sede introductoria el gran escritor peruano, la pretensión del libro de Edmund Wilson es narrativa: relatar, como lo haría una novela, el desarrollo de las ideas socialistas desde que Jules Michelet descubrió a Giovanni Battista Vico (y su proclamación del origen meramente humano de la historia) hasta que dos siglos después V. I. Lenin llegó a la Estación de Finlandia en Petrogrado para encabezar la Revolución de Octubre. Por ese camino discurren los pioneros del luego llamado desdeñosamente “socialismo utópico” (Babeuf, Saint-Simon, Fourier, Owen, Enfantin…) y más adelante las figuras eminentes de Marx y Engels, Bakunin, Lassalle, Lenin y Trotski.

Michelet pensaba que si el cristianismo había dado al mundo el evangelio moral, Francia debía predicar el evangelio social. Para él el actor principal de la historia es el pueblo. Pero, ¿quién es el pueblo y qué subjetividad real y volitiva tiene? Un jovencísimo Karl Marx, en su examen final de bachillerato, redactó una serie de “Reflexiones” sobre la elección de profesión en las que se contenía esta afirmación: “Hemos de permanecer en guardia para no ser víctimas de la tentación más peligrosa de todas: la fascinación del pensamiento abstracto”. ¿No cayó, sin embargo, en ella?

El gran descubrimiento que Marx y Engels hallaron en la filosofía de Hegel fue el concepto de cambio histórico, a partir del cual se esforzaron por hacer que la imaginación histórica interviniera como una fuerza directa y constructiva en los asuntos humanos. Marx, escribe Wilson, se propuso como tarea que la clase trabajadora comprendiera la necesidad de estudiar el proceso de la historia. Ahora bien, desde el mismo instante en que ambos pensadores incluyeron la dialéctica hegeliana dentro de su sistema semimaterialista, admitieron en su seno un elemento de misticismo. La dialéctica es, en efecto, un mito religioso, desembarazado de la personalidad divina y ligado a la historia de la humanidad.

En segundo lugar, Marx fue no tanto un economista como un pensador moral. ¿Por qué –se pregunta Wilson– ha de suponerse que los impulsos brutales y egoístas del ser humano desaparecerán con una dictadura del proletariado? La respuesta se halla sencillamente en el hecho de que Marx y Engels, a pesar de sus orgullosas afirmaciones de haber desarrollado un nuevo socialismo “científico”, en contraste con el viejo socialismo “utópico”, conservaron parte de ese mismo utopismo que habían repudiado. Utopismo que se refleja igualmente en la tesis (además contradictoria en sí misma) de que el gobierno que Marx imaginaba con miras al bienestar y elevación del género humano era un despotismo de clase exclusivista e implacable, dirigido por personas superiores de altos principios que habían sido capaces, como Engels y él mismo, de elevarse por encima de las clases.

Por último, la analogía entre las conquistas de la burguesía en los siglos XVII y XVIII y la futura victoria del proletariado vaticinada por los marxistas como una lex inexorabilis de la dialéctica histórica, resulta también completamente mítica. Marx, añade Wilson, tampoco era el más adecuado para comprender o siquiera imaginar las transformaciones de la psicología de los obreros cuando mejorara su nivel de vida. La polémica visceral de Lenin con la más pragmática socialdemocracia alemana atestigua idéntica incomprensión.

Cuando Lenin llegó a Petrogrado en 1917, concluye Edmund Wilson, se encontraba en vísperas del momento en que, por primera vez en la epopeya humana, la llave de una determinada filosofía de la historia iba a encajar en una cerradura histórica. Pero resultaba claro, en mi opinión, que faltaba el sujeto social –el pueblo– portador de tal filosofía. Una ausencia, como sabemos, de consecuencias funestas para la libertad y la dignidad humanas.

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