Diario de Mallorca

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NARRATIVA

El compromiso traicionado

La violeta del Prater y la dualidad de la generación que quiso

salvar el mundo en un tiempo demasiado convulso

Cristopher Isherwood. WIKIPEDIA

La fascinación masoquista por el vicio no estropeó la naturaleza singular de Christopher Isherwood (Dysley,Cheshire, 1904- Santa Mónica, California,1986), que era un espíritu perverso pero a la vez libre y comprometido con los ideales de una generación. Con el tiempo, sin embargo, ese espíritu pareció cansarse un poco. La compulsión y el aislamiento acabaron por definir su estado de ánimo. El cuerpo se había convertido en un terrible enemigo. Un hombre soltero (1964), la última de sus novelas, pone fin bruscamente a esa biología complicada. Isherwood, homosexual, amaba el placer pero se sentía culpable por causa de sus semejantes. Los chicos le parecían horribles, pretenciosos, superficiales y deshonestos; las mujeres, repugnantes; y Hollywood, donde trabajaba, un lugar innoble. Más tarde, el desapego se convirtió en fatiga. Llegó a pensar que todo aquello que en el pasado le resultaba divertido no era más que una trampa y una humillación. El cansancio que se percibe en esta última novela es el mismo de sus sentimientos. Por eso se trata de un libro triste, herido por la melancolía y una reducción diaria de la voluntad del protagonista, desde el baño matutino hasta la masturbación vespertina. Ni más ni menos que el propio empequeñecimiento del autor. Se ha dicho siempre que el tema de Isherwood era Isherwood, mientras que él, en cambio, juraba y perjuraba no conocerse lo suficiente a sí mismo. Seguramente esa indefinición le obligaba a escribir novelas sobre un personaje que no era un personaje enteramente inventado que se pudiese moldear sin más.

El compromiso traicionado

Estados Unidos les ofreció a él y a Auden una vida muelle; en 1938 fueron poseídos por el lujo de Nueva York, embriagados por la fama, tentados por parejas sexuales atléticas y mantenidos en un estado de euforia y flotación gracias a las dosis diarias de anfetaminas y seconal. Pero nada de esto le impidió jamás a Isherwood desviarse de sus obsesiones literarias: la preocupación autobiográfica por los conflictos entre el arte y el entretenimiento, entre el artista de izquierdas privilegiado y su deber político, y entre la civilización y el totalitarismo. La violeta del Prater (1945) empieza donde acaba Adiós a Berlín (1939). Es junto con ella y El señor Norris cambia de tren (1935) la novela, entre todas las que escribió, que mejor ha sabido resistir el paso de los años, tratándose como se trata de un artefacto sujeto a su tiempo. Ambientada en la década de 1930 es su obra de ficción cinematográfica, un breve roman à clef basado en la propia experiencia de Isherwood trabajando en la película “Little Friend” (1934), que dirigió el emigrante director judío austriaco Berthold Viertel en el Reino Unido. En manos del novelista angloamericano, el drama se convierte en un musical vienés frívolo y romántico, La violeta del Prater, y a la vez en un retrato crítico de la sociedad y del cine por dentro. Isherwood también transforma a Viertel en Friedrich Bergmann, un genio carismático y radical que en el transcurso de la novela pasa a ser un maestro artístico y la figura paterna del joven narrador inicialmente tímido, a quien Isherwood llama, con enérgica economía, Christopher Isherwood.

La razón política de un tiempo convulso sobrevuela el relato. Cuando en un momento de él, Bergmann, el director, estalla frente a la indiferencia de los ingleses hacia la amenaza que está sufriendo Austria por parte del nazismo, el autor de La violeta del Prater reflexiona sobre la generación británica de los años 30, a la que perteneció. Todos ellos habían viajado demasiado, dejado su corazón en demasiados lugares. Les importaba todo cuanto sucedía, estaba de moda o irradiaba actualidad: el fascismo en Alemania e Italia, la invasión de Manchuria, la cuestión irlandesa, el nacionalismo indio, los problemas de la clase obrera, los negros, los judíos…. Habían esparcido sus sentimientos por el mundo y los suyos mostraban una falta evidente de profundidad. A él claro que le importaba lo que le pasaba a los socialistas austríacos, ¿pero tanto o hasta el punto de lo que podía haberse imaginado? “¿De qué sirve preocuparse por una causa, si no se está dispuesto a dedicarle la vida a morir por ella?” (pag.105). Es una meditación lúcida sobre el papel del intelectual desclasado, del desarraigo autocomplaciente, de una forma algo esquiva de situarse por encima del compromiso social para seguir siendo un alma hermosa. Ese autorreproche del socialista de salón o de café planea sobre toda la novela, mientras que la figura ha persistido como si se tratará de un eco a lo largo de décadas.

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