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Centenario

Patricia Highsmith, ese dulce mal

El centenario de la gran autora de literatura de suspense invita a releer o descubrir su obra

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En enero se cumplieron cien años del nacimiento de Patricia Highsmith, una de las autoras más perturbadoras de la literatura de todos los tiempos. Graham Grene dijo de ella que escribía sobre los seres humanos como una araña lo haría de las moscas. Su misantropía y una buena parte de esa perversidad que le caracterizaba la canalizó a través de una escritura espeluznante, amoral, con esa observación tan atenta e íntima de los personajes que hace a unos seres taimados aparecer como extrañamente simpáticos ante gran parte de los lectores. Esos personajes son mayormente hombres; las mujeres quedan relegadas a un segundo plano como sosas antagonistas. Carol (1952), que inicialmente se tituló The price of salt, es una excepción. Se trata de una de sus primeras novelas y cuenta una relación lésbica con un final relativamente feliz. Vendió casi un millón de copias cuando vio la luz. Highsmith resumía el secreto del éxito en que si no eres capaz de escribir entreteniendo a los lectores, debes desistir.

En su magnífico ensayo Suspense (1966) dejó escrita la teoría de que la clave de ese éxito consiste en mantenerse individualmente a salvo y saber marcar la diferencia con el resto; algo que tiene que ver con cierto misticismo, aunque ella lo negara. Cuando se publicó su ensayo teórico sobre la ficción, ya habían aparecido dos de sus mejores novelas, Extraños en un tren (1950) y El talento de Mr. Ripley (1955), que con Crímenes imaginarios (1965) y El grito de la lechuza (1962) constituyen probablemente el corpus esencial de su obra. Estaba, entonces, en esa etapa intermedia de su carrera, y demostrando ser eficaz para organizarse con libertad, pese a los obstáculos creativos. Los bloqueos que halla todo autor en la creación, escribió, aconsejan darse tiempo para depurar las ideas. Daba igual si aquello, o cualquier otra de sus tesis, no resultaba significante en los talleres de la escritura creativa moderna. Siempre dijo que no iba a discutir de su trabajo con otros autores; solo pensar en ello le producía una sensación de desnudez incómoda. Sabía ser original transmitiendo incapacidad para comunicarse con quienes no le apetecía.

La libertad y la desnudez, la expresión y la simple exposición narrativa son polos gemelos que ocuparon a Highsmith a lo largo de su carrera, razón por la cual sus personajes más memorables, desde Guy Haines y Charles Bruno en “Extraños en un tren” hasta Tom Ripley y Dickie Greenleaf, vengan en parejas; su progreso a través de las novelas es una danza agonizante de atracción y repulsión a cámara lenta. Es difícil no pensar en Highsmith si analizamos el método más tarde establecido en el tipo de thriller psicológico claustrofóbico de cualquier bestseller de moda, en que el protagonista se ve amenazado por un otro caótico y malévolo que revela gradualmente las vidas superficialmente ordenadas.

La existencia de la autora ha jugado también un papel importante si se trata de reconocerla en su escritura. Por Andrew Wilson y Joan Schenkar, sus más reconocidos biógrafos, conocemos los detalles: la infancia infeliz junto a una madre que confesó haber bebido trementina para interrumpir su embarazo y que influyó en el apego de su hija a este olor; el padrastro vilipendiado y la abuela cariñosa, pero a veces feroz que, a pesar de su cercanía, resultó ser una sustituta inadecuada cuando la progenitora de Highsmith se largó; los caminos torcidos del amor y una vida errabunda; la salud alterada por una dieta de cigarrillos, ginebra, whisky y, de vez en cuando, solo de vez en cuando, huevos revueltos; la radicalidad de sus opiniones sociales, incluidas las racistas; sus disputas con el movimiento feminista; los caracoles mascota en los bolsillos, la más conocida y entrañable de sus excentricidades.

La obra de Highsmith se sustenta en las columnas más duras del crimen y en ella explora la psicología de personajes solitarios, desarraigados, con los que bucear en un fondo proceloso que llegó a confundirse con el de su propia vida. Pero tampoco hay que exagerar; después de todo lo extraordinario en la escritora texana es cómo modula hasta que adquieren normalidad los comportamientos más extraños de esos personajes. Las novelas de Ripley y también las citadas Extraños en un tren o El grito de la lechuza conducen al lector a través de un torbellino en el que el asesinato parece siempre inevitable y hasta excusable. Cómo olvidar a Tom Ripley luchando con el cadáver de Greenleaf en el Mediterráneo; o el clic del arma en la mano de Guy en el título que Alfred Hitchcock llevó al cine. Highsmith echó a volar su mente imaginativa para escribir esas novelas, aunque compartía parte de la alienación de algunos de sus personajes más inolvidables. De hecho, su mayor acierto estuvo en articular de forma indirecta esas alienaciones, mientras que cuando hizo lo contrario, como en Carol, y se implicó con los traumas y preocupaciones de su vida real en la ficción, el resultado no fue igual de bueno desde el punto de vista estrictamente literario. No me refiero a las ventas. El objetivo de la narración es entretener, enganchar al lector, incluso cuando no pasa nada. Para ella, el verdadero arte no radica simplemente en contar historias, sino en contar cómo las historias van mal, escribió Slavoj Žižek en 2003 en “London Review of Books” a propósito de la biografía de Andrew Wilson.

Todas las novelas citadas y las que completan el ciclo de Ripley; Ese dulce mal (1960); El diario de Edith (1977); las colecciones de relatos (Once, Pequeños cuentos misóginos, Crímenes bestiale, A merced del vient, La casa negra), y muchos títulos más de la escritora de Fort Worth, están publicadas por Anagrama gracias a la tenacidad y el compromiso del editor Jorge Herralde. No es una mala idea aprovechar el centenario, ya sea para releerlas o para descubrirlas.

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