Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Una crónica de la Revolución francesa

Simon Schama. YOUTUBE

La Revolución francesa fue la apertura de una época nueva amasada con ideas y sangre. Aquel camino desde la utopía ilustrada hasta la forma de un Estado moderno, atrapado en las contradicciones que generaba la retórica de sus impulsores, se mantiene como referente del cambio acelerado, de salto histórico, por encima incluso de otros más cercanos y de no menor impacto, como la Revolución rusa, cuyo modelo fue lo ocurrido en la Francia de finales del siglo XVIII. Sobre esos acontecimientos, su origen y proyección, y con los perfiles de los personajes que estuvieron en su epicentro construye Simon Schama una crónica magnífica, alejada de la historiografía canónica, extensa y documentada, que es uno de los hitos editoriales del año cuyo fin se avecina.

Schama, profesor de Historia del Arte en Columbia, responsable de cerca de una veintena de libros y con una envidiable capacidad para ser exhaustivo sin agotar al lector, escribió Ciudadanos hace treinta años. Su edición ahora en España llega quizá a la sombra del reconocimiento alcanzado por otra obra monumental, La historia de los judíos.

Ciudadanos se presenta como “una crónica de la Revolución francesa”. Schama comienza con un reproche a los historiadores. El libro retorna a la forma de las crónicas decimonónicas y “permite que los diferentes intereses y las cuestiones plasmen el flujo del relato a medida que aquellos se manifiestan”. Trata de “escuchar atentamente la voz de esos ciudadanos cuyas vidas describe, incluso cuando dichas voces forman la más estridente cacofonía”. Hay todo un cruce del avatar individual con el acontecer colectivo.

Schama intenta evitar el riesgo de que lo expuesto pueda “interpretarse como un fragmento maliciosamente anticuado de un relato”, consciente del modelo en que la historia romántica sucumbió ante “la historia científica”, lo que provocó “la degradación de la crónica a mera anécdota secundaria”. Por acotar su terreno, el autor aclara que su exposición “no es ciencia. No pretende hacer gala de falta de pasión. Aunque de ningún modo es ficción”.

Desde esa perspectiva, resulta previsible que la crónica de Schama choque con las visiones bien delimitadas por el rigor historiográfico, desde el que se le reprocha su adscripción a la interpretación más conservadora de la Revolución. Ciudadanos está teñido de un escepticismo hacia esas interpretaciones. “No parece que la Revolución se ajuste a un gran proyecto histórico, predeterminado por fuerzas inexorables de cambio social. Sostiene que “gran parte de la ira que fue el detonante de la violencia revolucionaria se originó en la hostilidad hacia la modernización, más que en la impaciencia provocada por la rapidez de sus avances”.

El punto de partida es un antiguo régimen que “con sus instituciones aletargadas, con su inmovilidad económica, con su atrofia cultural y con su estratificación social era incapaz de modernizarse”. El salto revolucionario acabó con esa situación, pero “el impulso de cambio económico y social en Francia solo recobró fuerza cuando desaparecieron la Revolución y el Estado militar que ella creó”.

A tenor de este relato, el cambio revolucionario trajo escaso cambio social y, más allá de los nuevos perfiles políticos, sirvió para consolidar a una elites con arraigo en el pasado. “Las consecuencias de la Revolución desde 1879 hasta el Terror en general tuvieron un cariz socialmente conservador”, sostiene Schama, para quien “los efectos de gran parte de la legislación de ese período beneficiaron de forma directa los intereses de grupos que habían prosperado mucho hacia el fin del Antiguo Régimen”. La Revolución habría venido así a rematar procesos que ya estaba en marcha, como la transformación de los señores en terratenientes.

Ese inmovilismo en lo que en apariencia cambiaba de forma vertiginosa quedó oculto tras una fachada de símbolos y retórica de enorme éxito histórico. Schama aborda una desmitificación de lo revolucionario, empezando por la toma de la Bastilla como consumación de ese impulso imparable.

El motor revolucionario era el hambre antes que las ideas. La revolución “no nació tanto de la rebelión festiva como de la desesperación”, escribe el autor. “Las condiciones de la Francia urbana estaban acercándose rápidamente a una guerra alimentaria”, que se desencadenaría con el acontecimiento de mayor potencia simbólica de ese período. La prisión era una materialización del régimen y su demolición engrandecida por el relato revolucionario la transformó en un símbolo sin igual. “La Bastilla fue mucho más importante en su otra vida de lo que jamás había sido como institución real del Estado. Confirió vida e imagen a todos los vicios contra los cuales al Revolución se había declarado”. La destrucción del edificio abrió paso a la construcción de “un mito” con el que surgió “un nuevo tipo de historia: la épica del hombre común”. La violencia fue otro de los motores de ese salto revolucionario y estuvo presente del primer momento del estallido, no hubo un tiempo de fraterna felicidad. “La suposición de que existía una relación directa entre la sangre y la libertad era el lenguaje corriente de los castigo del jacobinismo, del Terror. Sin embargo, fue una invención de 1789, no de 1793. El Terror fue sencillamente 1789 con un número mayor de víctimas”. Ciudadanos refleja en estos términos el proceso creciente en el que esa violencia alcanza a llenarlo todo y se vuelve incluso contra sus primeros instigadores.

“Las contradicciones que subyacían en las profundidades de la personalidad de la Revolución francesa se convertirían en francas hostilidades. Las nuevas formas políticas se ven desbordadas por el impulso que generaba su propia retórica. Lo jacobinos se convertirán “en guardianes morales de los principios revolucionarios, dispuestos a cumplir inflexiblemente con su deber patriótico”. “Esta perpetua presión opositora determinaría que la Revolución resultase completamente inviable, pues opuso exigencias imposibles de pureza política a las necesidades prácticas del Estado francés”. En estos términos constata Schama lo que considera un fracaso histórico, su posición más controvertida. “El momento clave” del proceso fue, cuando “el Estado se asignó a sí mismo el carácter policial” y “el nuevo régimen se arrogó atribuciones que habría avergonzado al antiguo”. Pese a todas las reservas la Revolución consumó “uno de los más sorprendentes cambios de identidad colectiva de la historia política, la transformación de un reino basado en los órdenes y en las corporaciones definidas formalmente para pasar a la entidad uniforme de una nación soberana”. Por encima de eso, Schama defiende que “la indudable faceta transformadora de la Revolución francesa sería la creación de la entidad jurídica del ciudadano. Sin embargo, apenas esta persona, hipotéticamente libre, fue inventada, ya el poder policial del Estado circunscribió sus libertades”. Con ello se justifica el título de un libro que impone lectura morosa, de largo disfrute, en el que la buena escritura hace fluir interpretaciones controvertidas de la historia, apegadas al acontecer y algo ajenas a su irradiación posterior.

Una crónica de la Revolución francesa

Una crónica de la Revolución francesa

Compartir el artículo

stats