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Literatura

El hilo homérico para reencontrar al padre

Daniel Mendelsohn muestra los muchos libros que caben en la Odisea

Daniel Mendelsohn.

El encuentro de Ulises con su padre Laertes es uno de los pasajes más sombríos de la Odisea. El héroe de Troya llora con discreción al ver a un anciano postrado, “agobiado por su triste vejez”, con una presencia miserable, impropia de lo que fue. El lastimoso estado paterno es un reflejo del abandono en que patria, familia y bienes se sumieron por su prolongada ausencia, veinte años en total, desde el día en que embarcó al frente de la docena de las cóncavas naves que de Ítaca partieron hacia la gloria bélica y el incierto regreso. Junto a la violencia necesaria para que todo recupere su estado anterior a esa marcha, los cantos finales del poema homérico son una sucesión de reconocimientos y reencuentros, en los que Odiseo abraza a su hijo incrédulo, a su mujer guardiana de ausencias y también redime del olvido, de la ancianidad oscura, a su progenitor.

Volver sobre el padre es una manera de volver sobre nosotros mismos. Así nos lo muestra Daniel Mendelsohn en Una Odisea (Un padre, un hijo, una epopeya) libro singular por las capas tan dispares que consigue aunar al hilo de una historia muy personal. El mismo título deja al descubierto ya la polivalencia del relato homérico, de su lectura múltiple que el libro hace explícita, y al avanzar en sus páginas el lector se encuentra tanto una exposición académica –al estilo de las que Santiago González Escudero hacía en la Universidad de Oviedo para quienes tuvimos el privilegio de ser sus alumnos– sobre un texto ineludible como una reconstrucción del vínculo paternofilial, que muestra cómo su universalidad y permanencia convierte a los clásicos en lo que son.

Daniel Mendelsohn (Nueva York, 1960) es doctor en Filología Clásica. Crítico y escritor está centrado en la labor profesoral, que lo llevó primero a Princeton y ahora desarrolla en el Bard College, en Nueva York, escenario de su historia. A los 81 años, su padre, Jay Mendelsohn, profesor de matemáticas jubilado, decide inscribirse en el seminario sobre la Odisea que su hijo impartirá durante un semestre para una docena de veinteañeros. El punto de partida resulta prometedor incluso aunque sólo sirviera para confrontar la posición de un octogenario, una vida muy bien cumplida, con las de quienes se sientan a su lado, cargados de tantas promesas como incertidumbres. El padre es hombre de ciencia. En sus mejores años trabajó en proyectos de investigación, algunos ligados a la carrera espacial y otros cuyo alcance su hijo sólo acierta a comprender mucho tiempo después cuando descubre sus aplicaciones en el entorno cotidiano. El interés primordial del progenitor por la Odisea es completar una lectura fragmentaria de la época del instituto, en la que su brillantez académica lo ayudó a redimirse de una existencia al límite de la pobreza. Jay Mendelsohn se ufana de su buena disposición para los clásicos, truncada por la (maldita) elección entre los saberes humanísticos y los que lo hacían en apariencia más apto para el mundo al que se enfrentaba. Su hijo, el ahora profesor, se encontró con la misma disyuntiva, pero el camino a seguir estaba trazado de antemano por sus dificultades con las matemáticas, algo que el padre no acierta a comprender y que él ha llevado siempre como una decepción a las expectativas paternas. Frente a la sensación de fraude genético que asoma en algunos reproches del padre, el hijo constata que al seguir su propio camino entronca con otra genealogía en la que encaja mejor, la del saber, “la ancha cadena de erudición, el inmenso trabajo de recopilación que en el transcurso de veinticinco siglos ha ido añadiendo gotas de conocimiento” sobre los textos clásicos.

El afán del progenitor por aprovechar “la oportunidad” del seminario que su hijo imparte para leer la epopeya homérica “antes de morirme”, porque “nunca se es demasiado viejo para aprender”, se transforma en la última e inesperada ocasión para una reconciliación íntima, el momento para adentrarse en las renuncias y frustraciones de cada uno, de ver la vida desde la perspectiva del otro: del reencuentro, en definitiva.

Y el reencuentro comienza cuando el hijo descubre, por contraste con sus alumnos, la ancianidad de su padre, en la que hasta entonces apenas había reparado. “Un curioso efecto de su presencia en aquella aula con esos chicos tan jóvenes fue que entonces, por vez primera, de pronto me pareció muy viejo, más pequeño que nunca, más pálido”. Esa visión se difumina en el libro por la enorme vitalidad paterna, por una todavía intacta capacidad de esfuerzo que lo lleva a repetir de continuo su lema vital: “Si no es difícil, no vale la pena”. En esa frase, que por su reiteración llega a asemejarse a una fórmula homérica, condesa el temperamento adusto del padre, su pasado en el que nada fue fácil, y que hizo de él “un hombre del dolor”.

Una Odisea no es, sin embargo, un libro doliente. Abundan los pasajes risueños, la mayoría de ellos resultado de la mirada desacomplejada del padre, que se mueve con la libertad que dan los muchos años. A su manera, Jay Mendelsohn descubre el reverso del héroe cuando resume el pasado reciente de Ulises: “Engaña a su mujer, se acuesta con Calipso. Pierde a todos sus hombres, es un general desastroso. Está deprimido, gimotea. Se queda ahí sentado, deseando morir”.

El seminario se completa con un viaje de padre e hijo, un crucero canónico siguiendo el relato de la Odisea, en el que, como no podía ser de otra manera, no consiguen llegar a Ítaca por circunstancias de la navegación. Es la culminación, como preámbulo de una muerte súbita y cercana, de algo que, para Mendelsohn también está en el relato homérico, la historia de “un hijo que durante mucho tiempo no es identificado por su padre, también incapaz de identificarlo, hasta muy tarde, mucho más tarde, cuando se juntan para una gran aventura”.

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