La narrativa de Mariano Peyrou no se acomoda a la foto fija, podría ser un cuerpo borroso que siempre sale movido. Prescinde del engranaje de las descripciones y deja unos huecos en los que la elipsis, como un fundido en negro, genera movimiento. Su interés, el del autor, se centra en lo que cambia en las relaciones personales, en el mundo, en las maneras de sentir y de pensar. Escribe cada libro como si recorriera un territorio y, en cierto momento, siente la necesidad de salir de ahí, empezar a recorrer un paraje distinto. Los territorios estéticos se agotan cuando uno siente que ya sabe mirar desde ese lugar, que ya conoce determinado método de escritura. Es el momento de poner la voz en otra posición, en otro lenguaje, en algo que todavía no haya escrito. La formación de Mariano Peyrou (Buenos Aires, 1971) como escritor tiene lugar en España, donde reside desde los cinco años, y es posible que responda al perfil de adolescente más o menos solitario, enredado en lecturas más o menos desordenadas y con una pizca de arrogancia más o menos febril al saberse dueño de una mente que combate como el acné la contaminación del redil. No obstante, su posterior formación como músico y sus estudios en el ámbito de la antropología social atestiguan una empatía hacia lo que ocurre en la calle, entre la gente. En De los otros (Sexto Piso, 2016), su primera novela, el tema de la identidad tomaba dos direcciones que finalmente se cruzaban y unificaban. Por un lado, su relación con aquello que nos identifica superficialmente, es decir, la familia, lo que comemos, la ropa que nos ponemos, la música que escuchamos, ... Por otro, aquello que nos diferencia y la dificultad que supone para relacionarnos con lo que nos rodea. Un compositor de música contemporánea tenía que hacer un gran esfuerzo para distinguir lo propio de lo ajeno, librarse de todo lo que se nos va pegando y construirse una tradición propia, por así decirlo. Asistíamos como lectores a lo que se cocía en su mente durante esa ardua lucha cotidiana salpicada de patinazos, nunca lineal, condicionada por lo que veía y oía en los diálogos en los que él mismo participaba. Precisamente en los diálogos mantenidos al cabo del día se manifiesta que determinadas realidades lingüísticas son a la vez causa y efecto de determinadas percepciones del mundo. Y de eso va precisamente Los nombres de las cosas. Tres personajes, incluido el narrador, se reúnen en el Pandora todos los jueves para tomar algo, dar una vuelta de tuerca a lo cotidiano y hablar un rato de sus cosas, que no deja de ser un poco de todo, desde anécdotas concretas de los años de colegio compartido hasta la idea de la muerte. Los tres tienen un punto de extravagancia, pero nada, al fin y al cabo, que haga volver la mirada hacia su mesa. El narrador es funcionario y los otros dos son artistas, un escritor y un cineasta, pero con una trayectoria marginal que les permite ciertos picos de éxito entre determinado público. Un trío de personas inteligentes cuya mirada está levemente distorsionada y cuyos actos son a veces extravagantes. Esa ambigüedad recorre todo el libro a través de breves secuencias de diálogos interrumpidos que nos sitúan frente a la arbitrariedad del lenguaje y la fragmentación de lo que entendemos por eso a lo que llamamos mundo. La novela se aproxima a las cosas desde la interpelación, sin certezas, desde esa ambigüedad que es la vida misma y que el pensamiento no puede recorrer linealmente, porque todo es discontinuo en la relación que las palabras mantienen con la realidad y en las relaciones que las palabras de cada individuo mantienen con las de los otros. Todo circula alrededor de esa mesa en un vaivén abrupto entre lo serio y la broma. Y todo es lenguaje desde tres formas muy diferentes de relacionarse con la lengua. Cada capítulo se organiza en torno a un tema e incluye fragmentos de conversaciones relacionadas con el mismo, secuencias narrativas diminutas que se alimentan de anécdotas, recuerdos, diálogos breves e interrumpidos en los que se superpone lo absurdo y lo trascendente con toda naturalidad. Es difícil dar con una imagen más real de la vida humana.