Diario de Mallorca

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Emancipación en femenino

Una conquista polémica

Un libro nos acerca al pensamiento de una de las mujeres emblemáticas de la lucha sobre la igualdad de género

Clara Campoamor.

De acuerdo con Robert Dahl, la igualdad política es una premisa fundamental de la democracia. Todas las personas adultas que sean residentes permanentes y estén sujetas a las leyes de un estado deben ser ciudadanos de ese estado y, en consecuencia, podrán votar de manera que todos los votos se contarán como iguales. Para el gran politólogo norteamericano, sólo los transeúntes y aquellos que han demostrado ser incapaces de cuidarse de sí mismos quedarían excluidos. Sobre quién debe formar parte del censo y quién no, según la edad, el lugar de residencia y otras circunstancias, aún se discute. Pero el carácter inclusivo de la democracia es unánimemente reconocido. Dependiendo del grado de envejecimiento, más de la mitad de la población de cualquier país democrático puede votar. En las últimas elecciones generales celebradas en España, en torno al 80% de los españoles estaba inscrito en el censo electoral. Y el debate sobre si deberían votar los inmigrantes y los jóvenes mayores de 16 años, como ocurre en un número creciente de países, está abierto.

No siempre fue así. La democracia clásica griega y la estadounidense moderna sólo fueron posibles durante mucho tiempo por la exclusión de la mayoría, mujeres, obreros, jóvenes, analfabetos, extranjeros, minorías étnicas enteras, de las decisiones políticas. En sus orígenes, la democracia representativa estuvo restringida a un porcentaje muy reducido de la población en todas partes. El derecho a votar se amplió a los distintos sectores sociales en el transcurso del siglo XIX. Las democracias no cumplieron con la premisa de la igualdad política, y por tanto no fueron completas, hasta los inicios del siglo XX. El proceso culminó con el reconocimiento del derecho de voto a las mujeres. Sólo a partir de entonces puede hablarse verdaderamente de la práctica del sufragio universal.

El voto de las mujeres no suscita hoy controversia alguna, pero en su día fue el más cuestionado, más incluso que el de los trabajadores. En la discusión se mezclaban argumentos machistas, que pretendían fundamentarse en la biología y la psicología, con otros de índole social o de oportunidad política. Los contrarios al sufragio femenino basaban su oposición en una supuesta inferioridad de la mujer, en que no era titular de intereses que debieran estar representados, en que su sitio estaba en el hogar o en el cínico temor a que votara a sus adversarios en la contienda electoral. En estos términos se produjo la disputa en nuestro país durante la Restauración y la II República.

En España, el voto femenino fue establecido en la Constitución de 1931, después que los países nórdicos, Gran Bretaña, Estados Unidos y la URSS, y antes que Francia, Italia, Portugal y Suiza, y pudo ser ejercido por primera vez en 1933. La dictadura de Primo de Rivera lo había reconocido en el Estatuto Municipal, con muchas limitaciones, pero no convocó ninguna elección en la que se hiciera efectivo. Y en las elecciones municipales de abril de 1931, que dan paso a la proclamación de la república, las mujeres no votaron por no estar actualizado el censo electoral. En las elecciones a cortes constituyentes de ese año se dio la paradoja de que, alegándose el mismo inconveniente, pudieron ser elegidas, pero no electoras. La artífice de tal éxito fue, sin duda, Clara Campoamor, que defendió el voto femenino por encima de todo por principio democrático, frente a muchos de los diputados republicanos y algunos socialistas con Indalecio Prieto al frente, entre los que estaban las otras dos mujeres diputadas, Victoria Kent y Margarita Nelken, que desconfiaban de la vulnerabilidad de las mujeres ante la influencia política de la iglesia. El diputado asturiano José Alvarez Buylla fue el más expresivo con sus reticencias. En el debate sobre la totalidad del proyecto constitucional, sentenció: "el voto de las mujeres es un elemento peligrosísimo para la República; la mujer española, como política, es retardataria, es retrógrada, todavía no se ha separado de la influencia de la sacristía y del confesionario, y al dar el voto a las mujeres se pone en sus manos un arma política que acabaría con la República".

En las elecciones de 1933, Clara Campoamor no consiguió el escaño por Madrid al que aspiraba. Los electores de su circunscripción le dieron la espalda. Además se le acusó de la derrota que los partidos republicanos y de izquierdas sufrieron por su división. Comenzó para ella un ostracismo político que duró hasta su muerte en el exilio. Abandonó el Partido Radical y fue rechazada por Izquierda Republicana. En 1936, políticamente aislada, se puso a hacer recuento de su actuación y de la evolución de la república. En los primeros capítulos hace un análisis frío del debate parlamentario sobre el sufragio femenino, pero a medida que avanzan las páginas del libro va asomando la decepción y el tono se vuelve agrio.

La prosa de Clara Campoamor es precisa y muy incisiva. Su lenguaje político sobrepasaba en modernidad ampliamente al común de la época. Comprometida con el ideal de una democracia republicana, y consecuente, declaró sentirse ciudadano antes que mujer. El combate por el voto femenino le permitió descubrir la cantidad de demócratas "verbalistas", "oratorios", laríngeos", que poblaban la República. Mantuvo una actitud siempre razonable, con un aplomo digno de admiración, contra viento y marea. Clara Campoamor ocupa un lugar de honor en la tradición democrática española.

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