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Oblicuidad

Los primeros sesenta años de Els Joglars de Boadella

Albert Boadella es un mesías teatral a la altura de gigantes como Tadeusz Kantor, Jérôme Savary o Dario Fo, pese a la destacada opinión en contra de Joan de Sagarra. La sátira más depurada se adelanta a los acontecimientos que ridiculiza, véase el Olympic Man Movement que se erigió en antecedente de la proclamación de la competición deportiva como única religión verdadera contemporánea.

Se acusa a Boadella de vaivenes ideológicos, atizados a menudo por entornos que no admiten el concepto de insobornable. Madrid tuvo el olfato de prohijarlo, en cuanto advirtió la cesura con su tierra de un escritor que se expresaba habitualmente en catalán. El bufón se aclimató, pero no arrinconó el instinto provocador. Los madrileños que se ufanaban con el segundo asalto a Jordi Pujol a través de su pastiche Ubú president, empalidecían súbitamente y se les congelaban las carcajadas cuando el dramaturgo escenificaba el fusilamiento de la Familia Real al completo.

Todo lo cual viene a cuento o a sainete de que se cumplen los primeros sesenta años de Els Joglars, un colectivo más importante para la asimilación de la democracia en España que la mayoría de partidos políticos de la transición. Con una dedicación singular a la mímica que progresivamente se fue apalabrando, Boadella concebía una atmósfera coral tan meticulosamente planificada que simulaba una improvisación diaria a cargo de sus juglares. A cada párrafo hay que desmontar las susceptibilidades de quien hoy tildan de integrista al creador de Teledéum, una delirante astracanada interconfesional que motivó un plante de la Conferencia Episcopal, así como la dimisión inquisitorialmente forzada de las autoridades municipales que contrataban el espectáculo.

El teatro es un arte de sobremesa, lo certificaba Voltaire al diagramar su velada ideal. Boadella alcanzó su cumbre diseccionadora en La torna que lo llevó a la cárcel, una visión goyesca pero con humor del consejo de guerra que en medio de una borrachera condenó a muerte a Heinz Chez, la contrapartida polaca para justificar la ejecución simultánea de Salvador Puig Antich. Ante aquella representación deslumbrante, era inevitable admirarse en los años setenta de que España hubiera evolucionado mucho más de lo que imaginábamos. La sensación actual es radicalmente opuesta. Jamás hubiéramos sospechado que la libertad tenía tanta marcha atrás.

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