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La mirada de Lúculo

Habla Pepys

Distinguido entre los grandes memorialistas, glotón y lujurioso, proyectó en su «Diario» el voraz apetito del ruidoso Londres que estrenaba la Restauración en el siglo XVII

Habla Pepys Pablo García

En el Londres de 1682 el griterío se renovaba constantemente a sí mismo. Ese barullo de campañas inquietas dominadas por el estruendo de la calle lo describe en unos versos el poeta John Oldham, que decía acostarse entre tormentas y levantarse con truenos. «Los brindis de los borrachos, / las rimas a medianoche de los campaneros, / el ruido de las tiendas, / con los tempranos chillidos de los buhoneros». Cuenta Samuel Pepys (pronúnciese Pips) que le molestó una noche el «maldito ruido entre una sembradera, una vaca y un perro». De ello se hace eco Peter Ackroyd en su biografía de Londres, una obra que es necesario leer para comprender mejor el pulso histórico de una ciudad, y donde escribe que el trajín de los caballos, las reses, los gatos, los perros, los cerdos, las ovejas y los pollos que se criaban todos ellos en la capital, también se confundía con el rugido de las enormes manadas de bestias que se transportaban a Smithfield y a otros mercados abiertos. «Londres consumía el campo, o al menos eso se decía, y el ruido que acompañaba su voraz apetito era visible en todas partes». Es esa infinita y sonora expresividad que pocos años después plasmaría Hogarth en sus magníficos grabados.

Pepys, en sus excesos, también se hacía sentir. Fue uno de los grandes diaristas de todos los tiempos, el mejor si nos ceñimos a esa lección de verdad que imprimió y con que Paul Morand supo elogiarlo en el prólogo de la edición francesa de su dietario. Todo ese ruido de la ciudad del siglo XVII está recogido en el diario privado que abarca de 1660 a 1669, por decirlo una década: la coronación de Carlos II tras la muerte del tirano Cronwell, la restauración de la monarquía, y el gran incendio de 1666. Entonces, el fuego se desató en una panadería de Pudding Lane y se extendió también a una tienda al prender una ristra de faggots, albóndigas típicas de las Midlands que se hacen con despojos de cerdo. Destruyó 13.000 viviendas, más de 80 parroquias, San Pablo y edificios públicos importantes. Las víctimas mortales no llegaron, sin embargo, a las dos docenas.

Nuestro cronista, funcionario naval, político miembro de los Comunes, además de lujuriante y lujurioso bon vivant, fue testigo de todo aquello. De las páginas de su «Diario» los editores han sabido extraer las entradas gastronómicas para conjugarlas en un libro aparte, La alegría del exceso, que ha visto la luz gracias a Nørdica y retrata los placeres del Londres de esos años vistos por un epicúreo que se divierte en tabernas hasta altas horas, se aprovisiona en los mercados, hace acopio de víveres para sus francachelas con amigos, asiste a cenas formales y recibe a los invitados en casa con su joven esposa como anfitriona. Se detuvo, paró de escribir y de reseñar el acontecer de sus días en 1669 cuando ya no podía proseguir y la prosperidad había dejado paso a las desgracias: las deudas, las riñas con su mujer y una pérdida gradual de la vista. Memorialista fantástico, leyéndolo con la franqueza que desprende es como si no te estuviera hurtando nada. Sus anotaciones reflejan una enorme actividad, la de un tipo que no se está quieto, trabaja y emplea su tiempo en los placeres refinados, la buena música y la mesa bien surtida, como si la laboriosidad y el ocio no solo fueran compatibles sino también indisolubles.

Les dejo con él un 26 de marzo:

«En pie temprano. Hoy se cumplen cuatro años desde que me quitaron la piedra del riñón y, gracias a Dios, me encuentro muy bien de salud y cada vez más recuperado. ¡Alabado sea Dios! Toda la mañana en la oficina y en casa de sir G. Carteret, despachando un asunto. A mediodía llegaron mis invitados: madame Turner; Teophila, mi prima Joyce Norton y un caballero, un tal Lewin, de la guardia personal del rey, quien por ese motivo nos habló de uno de sus compañeros, muerto en duelo esa misma mañana. Les ofrecí una comida excelente: de primero, un par de carpas estofadas, seis pollos asados y una ventresca de salmón; de segundo, budín de tanaceto, dos lenguas de vaca y queso. Pasamos toda la tarde entretenidos, charlando, cantando y tocando la flauta. Se marcharon por la noche muy contentos. Luego, muy agradablemente, mi esposa y yo paseamos media hora por el jardín, entramos en casa, cenamos y a la cama. Hoy vino un cocinero a preparar la cena y mandamos llamar a Jane para que nos ayudara. Mi esposa y ella han acordado un sueldo de tres libras (Jane no trabajaría por menos) hasta que Elizabeth pueda pagarle más, de modo que se queda con nosotros».

La Restauración trajo consigo la vuelta del esplendor pasado a Inglaterra, las copiosas cenas en público regresaron al mismo tiempo en que se reabrían los teatros tras un período de puritanismo que todos deseaban dejar atrás. Pepys, al frente de los batallones del alegre exceso, era un prototipo de esa Inglaterra decidida a reverdecer la libertad de espíritu que intentaron subyugar los puritanos.

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