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Oblicuidad

William Hurt, un mito accidental y occidental

William Hurt no es solo un gran actor, es un mito occidental. Es posible que las mitologías lo incorporen con retraso a la relación de personalidades que identifican a una generación, por la sencilla razón de que los miembros de ese bloque humano son reticentes a enarbolarlo como estandarte. Y porque el propio afectado se resistió a ser calificado de referente.

La condición mítica de Hurt, que comparte entre su generación con el también anómalo John Malkovich, se sustancia en su trilogía fundamental con Lawrence Kasdan, un genio del guion que traspasó su maestría a la dirección. El descubrimiento del actor clave ahora fallecido sucede en Fuego en el cuerpo, donde luce bigote para dar réplica a la indómita Kathleen Turner antes de sus enfrentamientos con Michael Douglas, el cual me confesó que trabajar con la actriz «es un trabajo duro, pero alguien tiene que hacerlo».

La película esencial de Hurt y del cine del último medio siglo es el fresco coral El reencuentro o The big chill. Su papel de drogadicto junto a las luminarias de su generación, tales que Glenn Close, Kevin Kline o Jeff Goldblum explica la vigencia de la narración cinematográfica. Y el método del actor nacido en Washington alcanza el esplendor en la inmóvil El turista accidental, tristemente ausente de las decenas de homenajes de un minuto que le dedicaron las televisiones estadounidenses a condición de su muerte.

El turista accidental es el Lost in translation de los ochenta, la apoteosis de un actor asocial. Para entonces, Hurt ya había demostrado sus carencias amorosas en la escena final de la excelente Gorky Park. No tenía sentimientos, ni siquiera negativos, al igual que la generación sobrealimentada que encarnaba. En el siglo nuevo desperdiciaría su talento a muy buen precio en todos los blockbusters de superhéroes que pudo encontrar. Cuando un actor utiliza el trabajo para indagar en su interior, sale perdiendo. William Hurt tenía un heredero, Philip Seymour Hoffman, fallecido antes que su predecesor.

Han pasado treinta años desde que una cola interminable circundaba el teatro londinense donde actuaba John Malkovich. Lo importante no era la obra ni la interpretación, sino el público asistente a la ceremonia. Allí estaba la Europa más accidental que occidental ahora bombardeada por Putin, y que también se halla preservada en la obra perpleja de William Hurt.

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