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La mirada de Lúclulo

Lentas digestiones en el ‘Ulises’

Lentas digestiones en el ‘Ulises’

El arte no es comida rápida ni resulta necesario consumirlo instantáneamente. El 2 de febrero se cumplirán cien años de la publicación de Ulises, una de las cumbres de la literatura universal. La novela de James Joyce, tachada a lo largo de los tiempos de artilugio deliberadamente difícil, exige un gran esfuerzo de lectura para desenterrar sus bocados más sabrosos. En ella no cesa la pirotecnia verbal, el lector recibe chorros de jerga, fragmentos de una docena de idiomas, y una ingeniosa historia encapsulada de la prosa anglosajona, que en el penúltimo capítulo se sumerge en los rigores de la investigación científica con un intercambio extenso y estimulante de preguntas y respuestas basado en una parodia del catecismo católico romano. ¿Qué más quieren? Hablamos de cocina elaborada. Robert J. Seidman, novelista y guionista, avezado conocedor de la obra de Joyce, escribió que sentarse a la mesa de Ulises equivale a comer cangrejos de caparazón duro en la bahía de Chesapeake o a extraer con éxito la carne del cuerpo de una langosta. Si les gusta más por razones de vecindad, pongamos una centolla en vez de los cangrejos de caparazón duro. En la dificultad radica buena parte del valor de la novela; Joyce, al contrario del maravilloso y servicial Dickens, que en todo momento nos indica adónde vamos, renuncia a ser un guía turístico. Pero no deja de evocar con acierto la condición humana, en un entorno urbano pequeño e hilarante, de manera enciclopédica y perversamente erudita, ofreciendo una imagen tan fiable del Dublín de principios del siglo XX como de los impulsos del corazón. Por eso las veces que he ido, salvo la primera, cuando apenas tenía conocimiento de la obra, jamás he dejado de palpar en cada esquina de la capital irlandesa el espíritu de la novela que en febrero celebra su centenario. Y en la que está muy presente la comida y la bebida, vaya si no hay referencias a la comida en el Ulises de Joyce. Si me apuran, en cada página.

Leopold Bloom, Poldy, es un ser curioso, decente, pacífico y algo tímido. Aunque nunca abandona las calles de su ciudad, encarna al vagabundo igual que Ulises, el héroe mitológico griego con quien es comparado en la obra de James Joyce. A través del uso que hace el universal autor irlandés de las corrientes de la conciencia, el lector conoce todo lo que pasa por la cabeza de Bloom en un mismo día de junio. Pero para introducir a su personaje recurre a una de las descripciones gastronómicas más inolvidables de la literatura de todos los tiempos, el gran desayuno de la casquería: «El señor Leopold Bloom comía con deleite los órganos interiores de bestias y aves. Le gustaba la sopa espesa de menudillos, las mollejas, de sabor a nuez, el corazón relleno asado, las tajadas de hígado rebozadas con migas de corteza, las huevas de bacalao fritas. Sobre todo, le gustaban los riñones de cordero a la parrilla, que daban a su paladar un sutil sabor de orina levemente olorosa».

Resignado a las infidelidades de su mujer, Molly, con Hugh ‘Blazes’ Boylan, Bloom no parece el tipo de individuo depravado que devora casquería con fruición. No es Pío V, aquella comadreja a la que Bartolome Scappi, el gran chef papal, cocinaba lenguas de ave fritas, tortillas de sangre de cerdo, cabezas de vaca al espetón, pastel de entresijos de tortuga y de hígados de rana, y la costra de hojaldre rellena de mollejas, ojos, orejas y criadillas de cabrito. Pero en los múltiples walking tours que se organizan con motivo del Bloomsday cada 16 de junio en Dublín, lo primero que se impone es el desayuno encumbrado en la obra de Joyce. Se trata del full irish breakfast, una forma de empezar el día para estómagos fuertes. Anoten: salchichas, huevos, hasbrown (fritura típica de patatas), black pudding (morcilla local), tomate, alubias y champiñones. Nunca he desayunado nada parecido. Podría saltarme el rito del Bloomsday sin problema y comenzar el día en la playa de Forty Foot, en la bahía de Sandycove, visitando la Torre Martello, bebiendo una copa de borgoña, el vino que recorre la obra de Joyce, y comiendo un sándwich de queso gorgonzola en el «pub decente» Davy Byrnes, en Duke Street. Situado en la parte sureste de Dublín, Bloom considera a Davy Byrnes un «pub decente» debido al talante del propietario epónimo y el ambiente saludable del establecimiento. Pudiera ser que Joyce haya querido ironizar, ya que existe la evidencia de que Byrnes era gay y que su pub sirviera como lugar de reunión para homosexuales durante su vida. Todo esto, naturalmente, hay que colocarlo en el contexto intolerante de los años en que transcurrió.

Este es Poldy Bloom en Byrnes: «-¿Tiene un bocadillo de queso? -Sí, señor. -Me gustarían unas pocas aceitunas si las tuvieran. Italianas las prefiero. Un buen vaso de borgoña: quita allá eso. Lubrifica. Una buena ensalada, fresca como un pepino; Tom Kernan sabe aliñar. Le da el toque. Puro aceite de oliva. Milly me sirvió aquella chuleta con una ramita de perejil. Tomar una cebolla española. Dios hizo la comidas, y el diablo, los cocineros. Cangrejo a la diabla. -¿La mujer bien? -Muy bien, gracias… Un bocadillo de queso, entonces. ¿Tiene gorgonzola?». Las comidas trazan el progreso del tiempo y la historia de Leopold Bloom en el Bloomsday. La digestión es, ya digo, lenta.

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