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Oblicuidad | Hemos ganado la revolución para acabar en Abba

El regreso de Abba no era necesario. La técnica pedagógica de enfrentar a un alumno con sus carencias limita con los elementales derechos humanos. Confirmar que hoy sucumbiremos a las melodías pegadizas con la misma docilidad ovina que acogió al festival de Eurovisión de 1974, era tan innecesario como demostrarnos que nunca alcanzaremos la inmunidad de rebaño, donde el concepto compartido es rebaño.

Hemos ganado una revolución en un largo viaje para acabar en el Voyage, el nuevo álbum de Abba. Ahora que empezábamos a tomarnos el mundo en serio, recaemos para retroceder a los principios del tratamiento. No se trata de mantener encendidas las velas al viento de Elton John, dotado de una continuidad visible en sus inigualables mezclas con Dua Lipa. Una cosa es la síntesis creativa y otra exhumar a un cuarteto de septuagenarios con cuarenta años de retiro, desde que Agnetha se dejó vencer por la depresión y la fobia al avión.

Debió alertarnos el adiós a Georgie Dann con honores de jefe de Estado. O la gélida procedencia sueca del grupo musical. Se empieza por negarse a los confinamientos contra la pandemia, y se acaba remezclando el Dancing Queen. El cuarteto fue la mayor fuente de ingresos de su país solo por detrás de la Volvo, y su engañoso museo en Estocolmo se llena a 28 euros la entrada, pero debía definir un trauma superado. Hasta que se agotaron las entradas para el espectáculo con hologramas que protagonizarán a partir de mayo, en un teatro londinense de tres mil localidades. Lo único real será el dinero desembolsado por espectadores que vulneran los dogmas del consumo, al concluir que las clases envejecidas coinciden con las adineradas.

La reincidencia de Abba consolida la banalidad de los estudios culturales, siempre desacertados a la hora de localizar los relatos que realmente congregan a la multitud en torno a la hoguera de las vanidades. En el Waterloo de la cultura europea, los intelectuales son seres frustrados porque nadie los reclutaría para bailar Mamma Mia sobre un escenario. Se había anunciado una apoteosis de creatividad, no la consolidación de la vulgaridad. La revolución digital se acometió en la convicción de que la experiencia resultante estaría a la altura. Para desembocar en los Abbatares, más humanos que el cuarteto original, podíamos habernos quedado tranquilamente en el vinilo.

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