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La mirada de Lúculo | Patos de Pekín

El largo camino de una comida para jóvenes occidentales indocumentados a la gran cocina imperial china

Patos de Pekín

Los de mi generación, baby boomers y demás, cuando éramos jóvenes e indocumentados, pusimos nuestra curiosidad de ilusos al servicio de cierta comida china. O, más bien, de la supuesta cocina china que ofrecían decenas de restaurantes que jamás debían haber tenido la opción de llamarse así, desperdigados por todos los rincones del país. En el afán de distinguirnos comiendo cosas distintas, sopas de nido de golondrina y de aletas de tiburón, no hallamos otra alternativa exótica a la que agarrarnos. Nuestros vecinos portugueses, debido a la presencia en la metrópoli de inmigrantes de las excolonias africanas, Goa y Macao, tenían más donde elegir; los ingleses habían adoptado desde hace tiempo el curry y los platos exóticos de las british west indias; en París y en otras muchas ciudades francesas abundaban los restaurantes vietnamitas, de La Reunión, o algún que otro local senegalés donde comer thiéboudienne o yassa. En Amsterdam, cuando nos cansábamos de perseguir los arenques en los puestos callejeros, teníamos a nuestra disposición las mesas donde servían el famoso rijstaffel indonesio.

Pero aquí cuando pretendíamos salir de los duelos y quebrantos, lo que se nos ofrecía era el arte de confundir el tocino y la velocidad, o lo chino, lo chifa y lo filipino, el cerdo agridulce y el chop suey, cocinado en el wok, que era un plato más estadounidense que cantonés. En fin, con el producto supuestamente chino que los manipuladores chinos de los cientos de restaurantes que se instalaron en España extraían fundamentalmente de las latas de conserva nos imaginábamos que estábamos comiendo una cocina verdaderamente original y de calidad cuando no era así. La ausencia de un registro gastronómico condicionaba el paladar e impedía valorar aquello como es debido. Más tarde Sanidad entraba a saco y descubría pozos negros en las cocinas de muchos restaurantes que operaban en Madrid y Barcelona con cocineros aficionados y empleados tan familiarizados con la cocina de su pueblo como yo con la recolección del cacahuete en Tanzania o la cría de las cucarachas gigantes en Madagascar. Entonces, todos los restaurantes se llamaban el Buda de no sé qué, la House de no sé cuál o la Muralla de no sé dónde. Luego más tarde, cuando descubrimos los chinos de verdad se nos puso complicado relacionar lo que comíamos con lo que nos había entretenido durante años de ingenuidad juvenil, expuestos, además, a ese sentido cruel del humor oriental que consiste en escupir en el plato de la comida del cliente. Si no ocurría así, lo más fácil era imaginarlo después de que el rumor de que era una práctica habitual se extendiese como la pólvora.

Naturalmente existían las excepciones de las familias chinas honradas y conocedoras del producto que abrían restaurantes y funcionaban de manera artesanal con los ingredientes traídos especialmente del país del Dragón. Ellas mismas preparaban las fermentaciones que más tarde ofrecían a los clientes y en ese sentido fueron pioneras de la revolución de la cocina asiática que ha enganchado plenamente a los occidentales. Hay un caso especialmente conocido y es el de María Li Bao y de su hermano Felipe, que crecieron en el restaurante de sus padres en Aranjuez y en la actualidad son, con los elegantes establecimientos que mantienen abiertos en Madrid y Barcelona, los principales exponentes de la alta cocina china en España. En China Crown, del barrio de Salamanca, la última y preciosa pieza de este engranaje, intentan combinar recetas tradicionales de la cocina imperial con platos más innovadores. Dentro de una alta cocina enfocada al conocimiento del producto y de la fusión no resulta fácil asegurar qué es lo realmente auténtico. Tanto si se trata de gastronomía china, francesa o lo que fuere. Queda deslizarse en el placer y disfrutar de lo que uno come, igual que sucede en el citado China Crown madrileño con los estupendos dim sum rellenos de trufa, changurro o papada ibérica; la berenjenas yuxiang, el frescor de las medusas en la ensalada, el lenguado con oreja de madera (la seta negra china) o el pato pekinés servido en la propia mesa.

Si algo representa la cocina imperial es el pato Pekín o Beijing (resultado de la transcripción de los caracteres chinos al alfabeto latino). Consiste en rebanadas finas de carne de pato asada, tierna y de piel crujiente, que se envuelven en una crepe, junto con cebolletas en juliana, pepinos y salsa hoisin o de frijoles dulces. El ritual de su preparación es largo y complejo, aunque comparándolo con cómo se concibió en un principio podría parecer un juego de niños, ya que en la receta original, que se remonta al siglo decimotercero, el pato, invención de un médico dietista llamado Hu Sihui, se asaba dentro del estómago de una oveja. El pato, que pese a llevar el nombre de Pekín tengo entendido se originó en la antigua capital china de Nankin para ser llevado posteriormente al primer lugar, conserva sus connotaciones majestuosas debido a la preparación específica y prolongada. Primero, los patos, de plumas blancas, se crían en un ambiente de corral durante 45 días, después son alimentados a la fuerza durante otros quince o veinte más. Una vez sacrificados, desplumados, destripados, lavados y hervidos, se bombea aire debajo de sus pieles para que se separen de la grasa. A continuación, se cuelgan a secar y se recubren con jarabe de azúcar de malta para que la piel resulte más crujiente. Luego se tuestan por el método tradicional de horno cerrado o el método de horno colgado que se desarrolló en la década de 1860. Según este método, el pato se cuelga de un gancho sujeto al techo y se asa sobre leña. Al final, el triste destino del pato imperial de Pekín es colgar de un garfio. La mayor concentración de estos cadáveres laqueados la vi en Chinatown de Nueva York, donde no perderse es bastante difícil como llegó a responder Woody Allen al preguntarse si el hombre puede conocer el Universo.

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